Por Gustavo Maurino*
La Constitución que nos rige fue sancionada en 1994. Entre quienes la redactaron en nuestro nombre se incluyen nuestra presidenta, cuatro ex presidentes de la democracia, dos jueces de la Corte Suprema, un gobernador, varios ex gobernadores y líderes parlamentarios y políticos nacionales y provinciales de la actualidad. Es la Constitución de la generación política actual.
Y es una buena Constitución. Contiene principios y compromisos que garantizan dignidad, igualdad, libertad y solidaridad, promete un gobierno abierto y plural, así como la supremacía de las leyes del país por sobre la voluntad de cualquier persona.
Pero las constituciones no son sólo un texto. Su sentido se completa con las prácticas institucionales que le dan forma y realizan -o postergan y traicionan la realización de- las promesas de dicho texto.
En mayo próximo se cumplirán 20 años de nuestro acuerdo constitucional. Será tiempo propicio para evaluar sus avances y cuentas pendientes; el grado de realización de las promesas que nuestros funcionarios juran cumplir y defender con lealtad y patriotismo.
Una de ellas, acaso la más importante, fue que nunca más nuestros derechos fundamentales quedarían desprotegidos, a merced del capricho o de la fuerza de los poderosos.
Para eso, la Constitución incluyó la más amplia protección de derechos civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y ambientales, tanto individuales como grupales, del continente. La garantía no era sólo formal, fue acompañada con la consagración de canales de defensa judicial efectiva, disponibles para las personas y las ONG, y el amparo en el acceso a tribunales internacionales para el caso de que la Justicia del país no lograra proteger los derechos.
Y sin duda alguna la protección más importante fue la creación de una institución -el defensor del pueblo- específicamente diseñada para defender los derechos del pueblo frente al gobierno y a los poderes privados que los vulneren. Esa institución tiene garantizada autonomía absoluta, está exenta de recibir órdenes de cualquier poder y su titular tiene la misma inmunidad que un miembro del Congreso. Dada su trascendencia constitucional, el defensor del pueblo debe ser elegido por el Congreso, mediante el acuerdo de los 2/3 de cada cámara.
En los últimos 20 años, la Defensoría del Pueblo ha intervenido en diversos asuntos en relación con el derecho a la salud, la denuncia de las pésimas condiciones de los servicios públicos -primordialmente el transporte-, los derechos de las comunidades indígenas, el saneamiento del Riachuelo y la protección de las comunidades que sufren su contaminación, etc.
Muchas veces su acción ha sido atenuada por limitaciones propias, la falta de apoyo del Congreso y la falta de toda consideración por parte del Gobierno. Muchas tragedias podrían haberse evitado, muchos derechos podrían protegerse si el defensor del pueblo pudiera cumplir su rol constitucional adecuadamente.
Desgraciadamente, 2014 comienza con una escandalosa situación. Desde hace más de cuatro años, la Defensoría no tiene un defensor titular a cargo; pero el colapso llegó al extremo de que en diciembre pasado han concluido también los mandatos de los defensores suplentes.
La institución a la que la Constitución encomienda defender nuestros derechos está acéfala; olvidada, como lo están algunas otras partes de ella, olvidada incluso por quienes la redactaron.
Veinte años no es nada, como dice el tango. Pero sólo para algunas cosas; para otras, cuatro años es una vergüenza.