Mucho se ha debatido recientemente acerca de las responsabilidades políticas por la lamentable situación de que el país haya comenzado el año sin un presupuesto discutido y sancionado -o rechazado- por el Poder Legislativo. Pero también hemos iniciado 2011 sin que el Congreso haya designado aún al defensor del pueblo de la Nación, luego de la renuncia del anterior, en 2009. Y recibimos el año esperando todavía el envío por parte del Ejecutivo de decenas de designaciones de jueces para el acuerdo que deberá brindar o negar el Senado.
La ciudad de Buenos Aires, por su parte, también ha comenzado el año sin presupuesto, y su Tribunal Superior de Justicia tiene una vacante sin cubrir desde 2009; ante la falta de acuerdo para la candidata inicialmente propuesta, el jefe de gobierno dejó pasar todo el 2010 sin proponer a la Legislatura una nueva persona para cubrir el cargo.
Todos estos fracasos institucionales se explican porque los actores políticos asumen a priori su incapacidad de arribar a los consensos parlamentarios exigidos para las designaciones.
El antagonismo político radicalizado, la ruptura de los lazos de cooperación y responsabilidad compartida de parte de los partidos políticos con representación legislativa y la renuncia a la deliberación institucionalizada sobre las decisiones públicas proyectan así una de sus consecuencias más graves en el debilitamiento de las garantías de protección de los derechos fundamentales; diluyen las bases de una justicia independiente y de una Defensoría del Pueblo carente de la legitimidad y capacidad institucional que merece.
Ciertamente, una democracia vigorosa es inseparable de los conflictos, desacuerdos políticos y luchas por el poder; pero, paradójicamente, también es inescindible de la construcción y articulación de consensos políticos inclusivos en relación con los derechos y garantías básicas para la vida social.
La democracia requiere que los partidos políticos defiendan públicamente sus principios acerca de cómo organizar los diversos intereses en conflicto, sometiéndolos al voto ciudadano en busca del favor mayoritario, y que la clase política comparta el poder trabajando en la identificación de puntos de encuentro para las decisiones institucionales fundamentales que deben adoptarse.
La Constitución organiza sabiamente el juego político basado en la institucionalización republicana del conflicto y la demanda de consensos especiales para las decisiones públicas más relevantes, como la designación de jueces o del o mbudsman.
La gobernabilidad democrática no requiere que los partidos políticos cedan o contradigan sus principios en aras de la obtención de consensos; al contrario, demanda que esos consensos estén cimentados en acuerdos de principios, pero sí exige que se ceda poder; la democracia es, en sí misma, una forma de compartir el poder, pues sólo así podemos “todos” autogobernarnos. Los derechos fundamentales son postergados sin la designación de jueces, o mbudsman, etc. ¿Qué puede justificar esta desaprensión de parte de nuestros gobernantes? Dedicada a no perder poder, la acción política se vacía de principios.
Un modesto deseo para este año podría ser contar con jueces y o mbudsman para proteger nuestros derechos. Nuestra Constitución y nuestra democracia lo demandan. ¿Será, acaso, demasiado para nuestros gobernantes?
Por Gustavo Maurino
El autor es codirector de la Asociación Civil por la Justicia y la Igualdad