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Preguntas abiertas (Página 12)

 Gabriel Gerbasch, Gaby, maneja un taxi y nunca sale a trabajar sin cargar las pancartas en el baúl del auto. Son varios símbolos de interrogación de color rojo, con la cara del prefecto asesinado tres meses atrás y una frase: ¿que pasó con Octavio Romero?, una pregunta que la Justicia todavía no pudo responder. La vida de Gaby también se convirtió en eso: un símbolo de interrogación enorme. El amor de su vida había pedido permiso en Prefectura para casarse con él, y pocos meses antes de concretar el sueño apareció asesinado a golpes y desnudo en jurisdicción de la fuerza para la que trabajaba. Todavía no hay ni un solo sospechoso, ni una pista firme para saber qué pasó.

Tres semanas atrás, Gaby andaba por las calles del centro y escuchó en la radio que en Plaza de Mayo había una marcha pidiendo por Candela Sol Rodríguez. La nena de once años seguía desaparecida y a él le pareció que tenía que estar ahí. Dejó el taxi cerca de la plaza, bajó con las pancartas y encaró rumbo a la Pirámide. Unos metros antes paró, tomó aire, dijo esto es difícil pero tenemos que hacerlo y avanzó para juntarse con la masa.

Entonces la vio: la luna estaba casi llena.

–La luna –cuenta ahora Gaby en la cocina de la casa que compartía con Octavio– era nuestra forma de comunicación cuando estábamos lejos. Siempre la mirábamos los dos a la misma hora.

Si esa noche se tuvo que sentar a llorar al borde de una de las fuentes, ahora camina por su departamento y cada objeto, cada detalle, le hace recordar a él. Abre un cajón y aparece la tijera de peluquero que compraron en el viaje a Europa. Entorna la puerta de la cocina y ahí está el delantal que usaba Octavio cuando lo esperaba con la comida lista.

–Una vez entré y estaba vestido sólo con el delantal y un slip muy chiquito, cocinando. Lo vi parado justo ahí –dice Gaby y señala un rincón de la habitación con paredes naranjas.

A veces espera levantar la vista y encontrarlo desparramado en la cama, mirando televisión. Otras, junta fuerzas y mete lo que puede en cajas. Hay ropa, uniformes de la Prefectura, recuerdos de sus viajes juntos. Gaby piensa mandarlos a Corrientes, para que los guarde la suegra. En los días de tristeza, esa mujer de Curuzú Cuatiá es capaz de decir cualquier cosa, de insultar y culpar a cualquiera. Algunos opinan que le llenaron la cabeza; otros, que la misma madre que nunca terminó de aceptar la homosexualidad de su hijo ahora no puede aceptar la muerte. Gaby le tiene respeto. Vio a tantas madres llorar sus hijos muertos que aprendió que cualquiera podría ser ella.

Quizá la única forma de que unos y otros hagan el duelo sea el esclarecimiento. Por ahora parece una esperanza lejana. La Justicia sigue trabajando en varias direcciones a la vez y acumula más de mil seiscientas fojas sin ninguna hipótesis clara. Según las fuentes con acceso a la causa, la Fiscalía de Instrucción 40 ordenó que la investigación siguiera en manos de Búsqueda de Personas de la Policía Federal, una división que en los últimos meses no sólo tuvo muchísimo trabajo, sino que está preparada para cumplir otro tipo de funciones, distintas a investigar un asesinato. El caso, además, está en manos de un solo oficial, que sigue múltiples expedientes a la vez. Y las pericias tienen algunos retrasos: los resultados de los exámenes toxicológicos que se hicieron al cuerpo de la víctima todavía no se conocen, a pesar de que suelen tardar menos de cuarenta y cinco días.

Rodolfo Landolfi, abogado contratado por la madre de Octavio, asegura que la instrucción crece cada vez más:

–Se está descubriendo que la vida social de Octavio era muy amplia. Además de su trabajo en la Prefectura, con la realización de tours y eventos turísticos tenía contactos con gente de varios países. Eso hace que sus relaciones públicas sean tan variadas.

¿Hay algún indicio que apunte a la participación de hombres de la Prefectura?

–Ni siquiera se lo plantea en términos de probabilidades, sino en el ámbito de posibilidades: algo que forma parte más de la filosofía que de los hechos. O sea, no hay nada concreto.

Prueba de esa orientación es que varios amigos de la pareja y sus hermanos fueron citados a declarar en dos o más ocasiones. Los instructores ahondaron una y otra vez en los círculos sociales de la víctima.

Media docena de abogados

Mientras se escriben estas líneas, Gaby está a punto de pedir que lo acepten como querellante en la causa que investiga la muerte de su novio. Para eso, tuvo que sacar un certificado de convivencia y juntar varios elementos para probar que esa relación de más de diez años existió. Ahora falta saber si la Justicia va a aceptarlo.

Por un pedido de la CHA, va a ser patrocinado por ACIJ (Asociación Civil para la Igualdad y la Justicia). La causa va a ser llevada adelante por un grupo de abogados y estudiantes avanzados, encabezados por el director de la asociación, Gustavo Maurino. “Los casos que seleccionamos para trabajar son de interés público. El objetivo es lograr un cambio en el derecho establecido, y en lo que ese derecho establecido genera y legitima en términos de relaciones sociales”, explica Ezequiel Gutiérrez, profesor de la práctica que los estudiantes de la UBA cumplen en ACIJ. “Y el caso de Octavio reúne esos requisitos –agrega–, porque existe la hipótesis de que el homicidio pudo haber sido un crimen de odio.”

Marcelo Suntheim, activista de la CHA, señala que una de sus propuestas es que en el caso intervenga Fiscalía de Investigaciones Administrativas que dirige Dafne Palópoli. Esa fiscalía tiene la función de investigar a los miembros de la administración pública, incluyendo las fuerzas de seguridad. Desde la CHA confían en su trabajo porque Palópoli llevó adelante la investigación por la razzia policial en el boliche gay Cero Consecuencia el 18 de abril de 2006. Ese día, la policía entró al local a las 20.30, prendieron las luces, pusieron a todo el mundo contra la pared y registraron el lugar hasta la madrugada, secuestrando los documentos de identidad y negándoles asistencia a varias personas que se descompusieron durante el operativo. “Esa causa –explica Suntheim– llegó hasta la Corte Suprema.”

Un cruce de mails

En marzo del año pasado, Octavio Romero se había comunicado por Facebook con Ricardo Ragendorfer, el periodista de policiales que se consagró al describir la trama mafiosa de la Policía Bonaerense. Octavio buscaba ayuda para denunciar un caso extraño. Un hombre llamado Horacio Barrientos, de 38 años y padre de once hijos, había sido detenido por la Policía Federal en La Boca y trasladado a Comodoro Rivadavia, donde lo requería la Justicia. Un día después de ser detenido, Barrientos apareció ahorcado en una comisaría de esa localidad. Octavio conocía a su familia, sabía desde adentro cómo eran los manejos de las fuerzas y decidió pedir ayuda.

“Lo más curioso –le escribió a Ragendorfer– es que ayer accedieron a entregar el cuerpo, pero con la condición de que sería la policía la encargada de llevar el ataúd cerrado hasta el lugar del velatorio, la familia no podía quedar a solas con el ataúd, el velorio se realizaría a cajón cerrado y luego del mismo sería la misma guardia de la policía la que retiraría el féretro y lo trasladarían al cementerio de la Chacarita”.

El caso de Barrientos quedó impune.

Ese intercambio de mails fue recordado semanas atrás por sus amigos. Nadie cree que aquella denuncia tenga algo que ver con el asesinato de Octavio. De lo que habla, en cambio, es de cierta sensibilidad. Octavio era alguien que no estaba dispuesto a callarse la boca. Algo a tener en cuenta en ese montón de preguntas sin respuesta que es la causa que investiga su muerte.

Por Sebastián Hacher

 

Página 12