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Leyes inalcanzables: ¿por qué están tan lejos de la vida real?

Por Diana Fernández Irusta

Postal 1. En 1994 se aprobaba la reforma constitucional que establecía el derecho de los pueblos indígenas a la posesión de las tierras que tradicionalmente ocupan (artículo 75, inciso 17). Asimismo, por esos años se concretaba la adquisición, por parte del grupo Benetton, de parte de esas tierras al sur del país. Todo bajo la misma gestión, el mismo Estado y en vías paralelas que, por lo visto, nadie consideró que algún día podrían cruzarse. Cruce que indefectiblemente -¿a quién le cabe duda, por estos días?- terminaría ocurriendo.

Postal 2. Esa misma reforma consagró la figura del Defensor del Pueblo (artículo 86), cuya principal atribución es la defensa de los derechos y garantías tutelados por el texto constitucional. Desde 2009 ese organismo público se encuentra vacante, sin que esta anomalía suscite la mínima indignación pública o algún gesto de reparación por parte del sector político.

La enumeración podría continuar: artículo 14bis, acceso a una vivienda digna; artículo 20, derechos de los extranjeros; artículo 41, derechos medioambientales? y seguir hasta diseccionar una Constitución generosa, que ratificó tratados internacionales (y, con ellos, derechos culturales, de la infancia, de género), y algunos de cuyos artículos redundaron en leyes que, tanto como la misma letra constitucional, parecen habitar un mundo muy distante de la áspera realidad de todos los días. Un universo legal al que no pocas veces la política ignora o contradice. Entonces, la pregunta: ¿por qué razón, a través de los años, el fenómeno insiste? ¿Existe, al interior del funcionamiento estatal argentino, una razón que explique la permanencia de esta brecha?

 

De lo ideal a lo real

“En nuestro país, tal vez por una tradición que viene de España, cuando legislamos no consideramos adecuadamente la posibilidad de que esas leyes puedan ser cumplidas -explica Torcuato Sozio, director ejecutivo de la Asociación por los Derechos Civiles (ADC)-. En nuestra Constitución nacional existen muchos artículos de difícil cumplimiento o cuyos enunciados fueron derivados a la sanción de legislación, y esta legislación entró en contradicción con el propio postulado constitucional, o generó mayores dificultades para su cumplimiento por un exceso de voluntarismo”. Para Sozio, una de las razones por las que esto ocurre es que no existen mecanismos de control que revisen la eficacia de las normas propuestas y sancionadas por diputados y senadores. “Así, se legisla con un mero afán de instalación política, sin medir adecuadamente si dichas normas pueden o no ser eficaces y con posibilidad de cumplirse”.

En este sentido, Martín Hevia, decano ejecutivo de la Escuela de Derecho de la Universidad Torcuato Di Tella, distingue entre las normas “aspiracionales o muy aspiracionales” (que tienen un valor expresivo importante o de declaración de principios) y las normas que las implementan. “Algunas normas aspiracionales se pueden implementar fácilmente. Un ejemplo es el matrimonio igualitario, que ni siquiera requiere partidas presupuestarias adicionales -explica-. Pero no ocurre lo mismo con, por ejemplo, una política pública contra la violencia de género”. La cuestión de los costos, indica Hevia, es fundamental: “Muchas veces se dictan normas aspiracionales sin que se tengan en cuenta los costos que conllevaría implementarlas: ¿Qué partidas presupuestarias son necesarias? ¿Con cuánta información contamos para avanzar? En ausencia de estadísticas sobre muchos temas, es difícil cuantificar el efecto de implementar una determinada aspiración”.

Como indica Julia Pomares, doctora en Ciencia Política y directora ejecutiva del Centro de implementación de políticas públicas para la equidad y el crecimiento (Cippec): “los mundos del derecho y las políticas públicas se hablan poco en Argentina y ese desencuentro genera muchos problemas”. La politóloga describe dos dimensiones de ese desencuentro. Una es la dimensión federal: “La Argentina tiene una Constitución federal con algunas funciones concurrentes entre Nación y las provincias y otras exclusivas de cada nivel de gobierno. Pero ¿cómo se coordina? ¿Cómo se toman decisiones, por ejemplo, para asignar y distribuir recursos entre las provincias? Tenemos ley-convenio, tenemos consejos federales pero que requiere mayor complejidad para hacer más eficiente y equitativa esa distribución de recursos y funciones.” El segundo aspecto tiene que ver con la adaptación de los marcos jurídicos regulatorios al ritmo del cambio tecnológico. “Es una dimensión del problema que obviamente no atañe solo a la Argentina -aclara-. Por ejemplo, en estos momentos el escándalo en los Estados Unidos sobre la injerencia del gobierno ruso en las elecciones presidenciales de 2016 vía Facebook puso en evidencia que hace 20 años fue la última regulación de las campañas electorales y el marco jurídico es anacrónico.” En este marco, Pomares sugiere la necesidad de incorporar mayor flexibilidad para pensar determinados instrumentos jurídicos.

 

Entre poderes

El nombre del filósofo y jurista Carlos Nino, autor de Un país al margen de la ley, es invocado una y otra vez. “En gran medida, lo que ocurre tiene que ver con lo que Nino llamó la “anomia” -asegura Sebastián Pilo, abogado y codirector de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (Acij)-. Es una forma de relacionarse con la norma que excede al poder político, pero lo incluye”. Pilo lo describe como un fenómeno marcado por cierto desapego social en relación al cumplimiento de la ley y por un tipo de funcionamiento de los tres poderes de la nación donde el poder legislativo “necesita construir mayorías no siempre de modo saludable”, el ejecutivo “sólo ejecuta leyes que le son propias” y el poder judicial “es muy referente al poder político”.

Por su parte, Martín Hevia destaca que, no obstante, en algunas ocasiones el poder judicial se ha convertido en “un mecanismo para obligar al Estado a que ponga en práctica las “aspiraciones” constitucionales”. Entre otros, destaca la tutela al derecho a un ambiente sano en el caso del Riachuelo (en 2008 la Corte ordenó el saneamiento de la cuenca Matanza-Riachuelo) o, a fines de los 90, el caso Viceconte, cuando, haciendo lugar al recurso de amparo de una mujer que vivía en una zona afectada por el mal de los rastrojos, la Justicia ordenó la producción de vacunas.

Más recientemente, a la Corte Suprema le llegó la polémica sobre la posibilidad de promover la educación religiosa obligatoria en las escuelas de Salta, tema sobre el cual la ADC inició una acción judicial. “La Constitución y los tratados internacionales que, citados en el artículo 75 inciso 22, adquieren también rango constitucional, fundamentan la plena libertad de pensamiento que incluye, por supuesto, la posibilidad de profesar distintos cultos o, inclusive, ninguno -se explaya Sozio-. Es insólita entonces la discusión que se está dando en la provincia de Salta”. La ADC cuestionó, también ante la Corte Suprema, el incumplimiento en la representación de los ciudadanos en la Cámara de Diputados bajo el principio “un ciudadano, un voto”. “Existen concretamente provincias como Buenos Aires, Santa Fe o Córdoba, que se encuentran subrepresentadas respecto de otras más pequeñas”, enfatiza el director ejecutivo de la ADC.

El más flamante conflicto surgió con el DNU dictado el 26 de septiembre, que modifica algunos aspectos de la Ley de acceso a la información pública sancionada el año pasado: entre otras cosas, modifica las atribuciones de la Agencia de Acceso a la información pública, limitando la autonomía que la ley había previsto para ese organismo. Tampoco prevé una partida presupuestaria para el funcionamiento efectivo de esa Agencia. El decreto generó la reprobación de la ADC y un comunicado conjunto de ACIJ, Fopea, Datos Concepción, Directorio Legislativo, Fundación Conocimiento Abierto y Poder Ciudadano. “Es llamativo que una de las leyes con mayor consenso del último tiempo, que contó con el apoyo de todos los sectores, termine modificada por un DNU -comenta Sebastián Pilo-. Creo que como sociedad nos debemos un debate sobre cómo llenar de contenido el hecho de vivir en una democracia; pensar en cómo tomarnos en serio el sentido de lo democrático”. Contradicciones de un país difícil: una sociedad movilizada, con capacidad -de un extremo al otro del mosaico social- de ganar la calle y reclamar lo que sea cada vez que lo considera pertinente, y, al mismo tiempo, una sociedad que puede permanecer imperturbable ante la existencia, vigencia o vulneración de determinados mecanismos de lo legal.

 

Casi una tradición

Difícil pensarlo como consuelo, pero existe como dato: algunas paradojas no son necesariamente nuevas. Ya existían en el siglo XIX. “Cuando discuten Alberdi y Vélez Sarsfield por el primer Código Civil, se genera un intercambio epistolar -recuerda Martín Hevia-. Allí Alberdi decía que el problema no eran las leyes en sí mismas; el problema era que las leyes no se cumplían. De algún modo, estaba diciendo que de poco serviría un nuevo sistema normativo, si no se lo iba a aplicar”. La discusión, que también estuvo en los intercambios entre Sarmiento y Alberdi, finalmente radicaba en el difícil paso del ideal a lo real.

De todos modos, el dilema no parece ser exclusivamente argentino. En todo el planeta, las grandes declaraciones de Derechos Humanos, la ratificación de tratados internacionales y la creación de burocracias que se comprometen a cumplirlos no siempre van de la mano de políticas que los hagan realmente efectivos. Un ejemplo próximo son las constituciones de Venezuela, Ecuador y Colombia. “Quizás, como propone Roberto Gargarella, sumar derechos sin tocar “la sala de máquinas de la Constitución -es decir, la organización del poder político- no lleva al resultado esperado”, concluye Hevia.

Pero también existen constituciones menos ambiciosas. Por ejemplo, la de los Estados Unidos que, en general, no ratifica los tratados internacionales tanto por razones ligadas al federalismo como a la presunción de que no necesita agregar nada a los estándares locales de cumplimiento de los derechos humanos. Aquí, en efecto, no habría una contradicción entre aspiración y práctica. La duda es si con este otro extremo del péndulo basta.

“No menospreciemos el valor de tener el derecho en el papel -propone la abogada Natalia Gherardi-. Es una herramienta precisa y vinculante”. Al frente del Equipo Latinoamericano de Justicia y Género (ELA), Gherardi sabe de qué habla. El artículo 37 de la Constitución del 94, que refiere a la “igualdad real de oportunidades entre varones y mujeres para el acceso a cargos electivos y partidarios”, y menciona la necesidad de implementar “acciones positivas” al respecto, es la base constitucional que permitió ampliar la discusión sobre cupo y paridad. “El derecho es una práctica argumentativa -insiste Gherardi-. La ley no es sólo lo escrito; se enriquece con la discusión, el ejercicio interpretativo”.

Ahora bien, ¿cómo lidiar con la frustración por lo que Sebastián Pilo define como “la asimetría entre lo que la Constitución promete y lo que nuestra vida cotidiana tiene”? ¿Cómo avanzar en ese encuentro más fecundo entre derecho y políticas públicas que propone Pomares? Leonardo García Jaramillo, en la introducción a Constitucionalismo democrático, de Robert Post y Reva Siegel (Siglo XXI), aporta una pista al referirse, justamente, a lo dialógico: “en los sistemas jurídicos constitucionalizados, las democracias necesitan de un Estado de derecho fuerte, pero también que el diálogo constitucional sea fluido y constante”, escribe. Y cita al Barack Obama que, en La audacia de la esperanza, proponía cambiar la metáfora de lo democrático, y considerar que “no es una casa que hay que construir, sino una conversación que hay que mantener”.