Un lugar común en la ciencia política argentina es el señalamiento de la distancia que existe entre las normas que sancionamos y aceptamos públicamente para regular nuestra vida social, y las prácticas y los comportamientos que adoptamos efectivamente todos los días. El mismo tipo de brecha existe entre el diseño formal y legal de nuestras instituciones políticas, y su operación concreta.
Nuestro diseño constitucional es intensamente federal, pero nuestras prácticas políticas tienden radicalmente al unitarismo. Del mismo modo, el Poder Judicial está diseñado con garantías de estabilidad e independencia política pero, históricamente, la Corte Suprema y los Tribunales Superiores de Justicia han sido descabezados con cada cambio de signo ideológico en el Gobierno. Los ejemplos pueden seguir mencionándose, inagotablemente.
Bajo esta perspectiva puede analizarse la tendencia de esta joven democracia, en que las elecciones parlamentarias se desarrollen como un plebiscito sobre la popularidad del Poder Ejecutivo o sobre sus políticas. Como sabemos, el diseño constitucional coloca a los tres poderes del Estado como independientes entre sí, sujetos a frenos y contrapesos recíprocos, y cada uno con su propia fuente de legitimidad. Sin embargo, nuestra práctica política ha consolidado una dinámica que ha sido denominada -de manera muy gráfica, por cierto- hiperpresidencialismo.
Todo para el ganador
Una de las características centrales de nuestro hiperpresidencialismo reside en que la única fuente de legitimidad política relevante es el apoyo mayoritario a quien encabeza el PE. El juego político tiene una dinámica “de suma cero”, donde el ganador suele llevarse todo.
En ese diseño, la gobernabilidad resulta de la interacción consensual de los distintos poderes públicos; en la práctica consiste en que el titular del Ejecutivo maneje todos los resortes importantes del sistema institucional, incluso los que competerían a otros poderes del estado. Cuando eso no ocurre, el sistema se vuelve altamente inestable y la oposición tiene incentivos para bloquear al PE, y obtener así el triunfo en la próxima elección (en el mejor de los casos).
Sin importancia
Así, la impronta plebiscitaria asignada a las elecciones legislativas resulta fácil de entender. Para la política real, el Congreso no importa en sí mismo, sino como un reflejo del grado de poder popular de la Presidencia, y las elecciones de renovación parlamentaria son -cada vez más abiertamente- una teatralización del juicio público sobre el Ejecutivo. Llegan a aparecer estrategias inverosímiles, como las de ofrecer a la ciudadanía votar a personas que abiertamente declaran que no serán representantes parlamentarios.
Este juego electoral, tan racional desde los incentivos de la política real hiperpresidencialista como moralmente injustificable para cualquier demócrata comprometido, es sencillamente una profundización de la enorme brecha que ya separa el diseño constitucional de nuestras prácticas políticas.
Lo que nuestra clase política parece perder de vista es que el tamaño de esa brecha es directamente proporcional al tamaño de su desprestigio, su pérdida de legitimidad y -desgraciadamente- a la pérdida de autoridad de nuestra todavía naciente democracia.