En el sur de la Ciudad de Buenos Aires, este año, 6.000 chicos del nivel inicial quedaron sin vacantes. Al mismo tiempo, el gobierno porteño pagó subsidios a colegios que –como en el caso de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, ubicado en Las Cañitas– cobran cuotas de hasta 1.600 pesos, el sueldo entero de más de una familia convertido en arancel escolar. En 2011, en Lugano y Villa Riachuelo, 10.400 alumnos jugarán a la versión más injusta del juego de la silla en las escasas 14 escuelas que tiene esa zona de la Ciudad.
Además, de mantenerse los criterios aplicados este año, la injusticia hará doblete. Porque, además de disponer de más vacantes (esto es, sillas donde sentarse a estudiar) los chicos de las zonas más caras de la Ciudad recibirán un beneficio del que seguro no tendrán ni idea. En efecto, los montos más altos de subsidios entregados por el Estado a escuelas privadas estarán en el Distrito Escolar 10, que comprende los barrios de Belgrano y Núñez, tal como lo detalla un reciente informe de la Ong Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (Acij). Se pone en evidencia así una cruel paradoja: aquellos subsidios que surgieron buscando mayor equidad en el acceso a la educación hoy financian y perpetúan la desigualdad. Leer su historia es, también, leer la historia de la educación pública de los últimos 50 años. Para eso, empecemos por recordar que en la Capital Federal, los establecimientos públicos y los privados se dividen la matrícula en partes casi iguales: 356 mil alumnos para los estatales, 330 mil para los pagos. En el resto del país la realidad es otra, y la participación de chicos en colegios privados no llega al 25 por ciento del total de la matrícula. Por eso, la Ciudad tiene sus propios ritmos a la hora de distribuir los recursos y más aún si se tiene en cuenta que es el distrito con el PBI per cápita más alto de la Nación. Pero si a fines de la década del ’40 sólo el 8 por ciento de los estudiantes asistía a un colegio privado, y hoy la matrícula alcanza al 50 por ciento, algo debe haber sucedido en el medio. Algo capaz de hacerle perder a muchos la fe en el sueño de las “blancas palomitas”, pero también la certeza de que un chico no es –nunca debe ser– antes cliente que alumno.
Prehistoria de un robo. En 1949, el entonces presidente Juan Domingo Perón instauró que el Estado subsidie a diversas escuelas privadas. Estos beneficios fueron pensados como una colaboración estatal en el pago de los sueldos docentes. Pero no para cualquier escuela, sino para aquellas que atendieran a poblaciones carecientes o emplazadas allí adonde el Estado no llegaba.
En la siguiente década, durante las dictaduras y el gobierno de Arturo Frondizi, el surgimiento de establecimientos confesionales acompañó el proceso de creación de universidades pagas y la equiparación de los títulos privados y públicos. En los ’60 y ’70 se dio, de manera gradual, la llamada “liberalización” y “desregulación” de varias medidas de fiscalización estatales que alentaron el crecimiento de las escuelas privadas. Durante la última dictadura, esta idea se afianzó y se instaló la presunción de que al Estado le correspondía y corresponde un lugar supletorio para con la educación privada en general. En el Congreso Pedagógico de 1986, sin embargo, el tema de los subsidios no estuvo en la agenda, según reseñan las especialistas Florencia Finnegan y Ana Pagano en su libro El derecho a la educación en la Argentina. ¿Por qué? Posiblemente porque nadie discute lo dado y, a esa altura de las cosas, se daba por sentado que si algo debía hacer el Estado en materia de educación privada, eso era pagar.
Lo que los ’90 nos dejaron. El golpe de gracia fue durante el primer gobierno de Carlos Saúl Menem. Es entonces que el Estado cambia su ubicación estratégica respecto de la educación privada y pasa a asumirse como responsable integral de la educación, reformulando el concepto de educación pública. Se equipara a todas las escuelas, privadas o estatales, ricas o humildes. Se disuelven las diferencias, pero del peor de los modos. Surgen así las categorías de “colegios de gestión estatal” y “colegios de gestión privada”, poniéndolos en pie de igualdad respecto de su sostenimiento financiero y difuminando así el carácter opuesto que existe por definición entre lo público, perteneciente a todos, y lo privado, perteneciente a algunos. Allí es donde los establecimientos privados definitivamente se cuelan en el sistema de financiación estatal y obligan al erario público a pagar subsidios, incluso para colegios cuyas cuotas reflejan la prosperidad de sus alumnos. Para ese entonces, el decreto de Perón era pasado. Así, con estas claves es fácil interpretar por qué las políticas educativas del Gobierno de la Ciudad son exacerbaciones –más o menos prolijas, más o menos groseras– de ampliación de la brecha y la desigualdad entre los colegios públicos y los privados. Y también por qué en los últimos cuatro años el dinero destinado a escuelas privadas de la Ciudad se incrementó en un 60%. O por qué (en el lapso 2005-2009) la subejecución del presupuesto educativo trepó hasta los 300 millones de pesos, según expresa un relevamiento de Acij. Pero tal vez lo más elocuente sea, simplemente, mirar la relación que existe entre a) lo que paga un alumno en concepto de cuota y b) lo que recibe ese mismo colegio en concepto de subvención. Un botón: durante 2008, el Instituto Argentino Excelsior recibió, más allá de los ingresos por las cuotas que pagan las familias de los alumnos, $ 1.144.594,6 con los cuales el Gobierno de la Ciudad pagó la totalidad de los sueldos, según revela Santiago Duarte, docente de la Escuela Número 6. Otro ejemplo: el colegio León XXIII, ubicado en Palermo, recibe 250 mil pesos mensuales y cobra cuotas de más de 500 pesos. Y esto por no mencionar que, con infame precisión, la mayor cantidad de subsidios a privados se asignan a establecimientos de la zona norte de la Ciudad, ubicados en distritos en los que las escuelas públicas tienen aulas casi vacías y sobran las vacantes. En lo que va del año, se destinaron 577 millones de pesos en subsidios a las escuelas privadas. Tal vez por eso subleva tanto recordar la explicación del jefe de Gabinete porteño, Horacio Rodríguez Larreta, durante el conflicto docente de 2009. ¿Qué dijo? “No podemos aumentar”. ¿Por qué? “Porque no hay plata”. Vergüenza se ve que tampoco.