Nota de Opinión de Ezequiel Nino, co-director de ACIJ, sobre la meritocracia y la idoneidad en los cargos públicos.
EL artículo 16 de la Constitución Nacional establece que todos los habitantes pueden acceder a la función pública sin otro requisito que la idoneidad. Este principio representa una de las grandes líneas constitucionales construidas en 1853 que, de haberse respetado, hubiera generado beneficios muy evidentes para nuestro país.
El proceso participativo que culminó en el rechazo del pliego de Daniel Reposo para ser procurador general de la Nación es un excelente ejemplo de las virtudes de la meritocracia para fortalecer el funcionamiento del Estado.
Un país cuyos gobiernos (en cada uno de los niveles -federal, provincial y municipal- y en cada una de las ramas que los constituyen -ejecutivo, legislativo y judicial-) prevén mecanismos de selección de sus miembros a través de instancias en las que debe demostrarse la idoneidad de los candidatos se transforma en un Estado respetuoso de sus instituciones, de su educación, y cuidadoso de sus burocracias.
Cualquiera de nuestros estudiantes universitarios sabe que la manera más eficiente de acceder a puestos públicos (y muchas veces privados) es a través de las relaciones personales. Hace muchos años que están suspendidos los concursos en la gran mayoría de las administraciones públicas, por eso los ingresantes guardan un mayor compromiso con las personas que decidieron su incorporación que con la propia estructura estatal. Lo mismo ocurre para acceder a ascensos. Como no hay formas institucionales de decidirlos, éstos dependen de los funcionarios con mayor jerarquía, quienes -a su vez- suelen ser designados políticamente y priorizan a quienes demuestran mayor afinidad con el espacio al que representan.
En consecuencia, las administraciones están atiborradas de empleados y funcionarios que deben demostrar lealtades partidarias para realizar una exitosa carrera profesional. Esto también ocurre en los poderes jurisdiccionales (Poder Judicial y Ministerio Público) donde se escoge discrecionalmente a los empleados ingresantes. Los jueces suelen designar a los familiares de otros jueces, con lo que se organiza un mecanismo de designaciones cruzado (de ahí viene el concepto de “la familia judicial”) que repercute tiempo después, ya que los concursos para elegir jueces suelen ser ganados por las personas que ya pertenecen al sistema porque la antigüedad es un elemento muy relevante de los procesos competitivos.
Ahora bien, imaginemos un contexto respetuoso del artículo 16 de la Constitución, es decir, un escenario meritocrático. ¿Cuáles serían las consecuencias de un sistema que funcione de esa manera?
En primer lugar, mejoraría inevitablemente la calidad de la enseñanza, pues muchos estudiantes tendrían mayores incentivos para obtener buenos resultados en las evaluaciones. También se incrementaría la cantidad de profesionales que realizan cursos de maestría y doctorado. A su vez, aumentarían la motivación y la competencia para ocupar puestos académicos docentes porque eso también sumaría antecedentes para los concursos públicos.
Mejoraría además la calidad del personal de las administraciones públicas, pues sus posiciones estarían ocupadas por personas con mayor vocación, mejor preparación y carreras planificadas a mayor largo plazo. A los cargos burocráticos altos accederían quienes han demostrado compromiso público y han continuado perfeccionando sus capacidades y habilidades.
Incluso disminuiría la discrecionalidad en el uso de los recursos públicos porque habría un control más eficiente: se reduciría el nivel de vinculación entre los funcionarios políticos y el personal de carrera y se acrecentaría, por parte de estos últimos, el cuidado de no sumar un antecedente negativo que pudiera disminuir las posibilidades de obtener ascensos en escenarios futuros (una de las recomendaciones más trascendentes en materia de control de corrupción es la profesionalización de las estructuras burocráticas y la generación de incentivos positivos para los empleados públicos).
Hay algunos escasos antecedentes de las virtudes de mecanismos meritocráticos en distintos ámbitos. Durante los años ochenta se creó la carrera de administradores gubernamentales (AG) dentro del Poder Ejecutivo Nacional. Por concurso, ingresaron distintos funcionarios que se entrenaron en distintas disciplinas estatales para luego ocupar posiciones de relevancia en oficinas que requirieran el apoyo de personas de altas capacidades técnicas. A los pocos años se canceló esa experiencia, pero los AG que egresaron siguen demostrando mucha utilidad en cada una de las agencias donde deben ir a cumplir funciones. Por otro lado, en el fuero laboral de la justicia nacional existen exámenes de ingreso y ascenso para los empleados. Ello permite no sólo una mayor jerarquización de esa actividad sino también que se democratice el ámbito de la justicia. La ciudad de Córdoba decidió llamar a concurso de oposición y antecedentes a cada nuevo empleado que ingresa, lo que representa un fuerte incentivo para los estudiantes universitarios que desean tener acceso a una salida laboral estable. Para el municipio es un salto de calidad en su planta de empleados.
Otro beneficio de la meritocracia: crecería la confianza de los ciudadanos en las instituciones públicas. Si en lugar de asociar a quienes integran esas estructuras con personas designadas “a dedo” por los políticos se las asocia con personas que han realizado esfuerzos para ocupar esos lugares (por haberse capacitado y haber atravesado instancias de examinación) y, a su vez, se reciben mejores tratos y resultados cada vez que interactúan con esas estructuras, se produciría un círculo virtuoso con beneficios concretos para el sistema democrático. Las administraciones están atiborradas de empleados y funcionarios que deben demostrar lealtades partidarias para realizar una exitosa carrera profesional.
Diario La Nación