Por Carolina Cornejo.
En un año electoral con un clima vigorizado por campañas intensivas en las que no faltan pronunciamientos de los candidatos ni publicidad y en donde se invierten sumas considerables -y hasta desconocidas- cuyo origen es cuando menos dudoso, vale la pena preguntarse: ¿es suficiente este despliegue para promover un electorado informado? ¿Cuáles son las condiciones mínimas que debería contemplar el proceso preelectoral?
Hoy cada vez más actores reivindican el debate como instancia que priorice la discusión entre candidatos por sobre todo monólogo de campaña. A nivel nacional, “Argentina Debate” se presenta como una iniciativa multisectorial que busca realizar el primer encuentro presidencial de la historia. Recientemente, desde la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia(ACIJ) organizamos un debate entre precandidatos a jefe de gobierno porteño para discutir políticas habitacionales, del que participaron representantes de nueve listas; decidieron no hacerlo aquellos candidatos con mayor intención de voto. Curioso devenir de la política, donde las encuestas marcan los tiempos y la forma de hacer política, pero sobre todo de (des)vincularse con el electorado.
Todo ciudadano debe poder exigir a sus futuros representantes definiciones claras sobre cuestiones de interés público. Conocer las posiciones de los candidatos, saber qué estarían dispuestos a hacer y con quién no es una demanda para encasillarlos en un espectro derecha-izquierda. Es el derecho a la petición de cuentas, es la aspiración ciudadana a que sus eventuales representantes respondan a sus inquietudes, promoviendo un electorado informado, que sólo así podrá ser responsable para emitir su voto.
¿Apoyaría la despenalización del aborto o mantendría su penalización? ¿Reduciría los subsidios a la educación privada o los ampliaría? ¿Desarrollaría políticas sociales de corte universal o focalizado? ¿Implementaría planes de erradicación de villas o de urbanización? ¿Mantendría la prescriptibilidad de los delitos de corrupción? ¿Priorizaría la inversión externa o la nacional? ¿Promovería una regulación restrictiva hacia la inmigración o mejoraría el acceso de los migrantes a los servicios públicos?
Esas preguntas incómodas son ejemplos de los interrogantes sobre los que todo ciudadano debe poder exigir una respuesta fundada de los candidatos, pues son definiciones que reflejan la cosmovisión en la que probablemente se asiente el modelo de desarrollo y las orientaciones de políticas públicas para los siguientes años.
Nos encontramos ante un momento único para trascender el modelo actual de debate electoral que remite a encuentros televisivos entre candidatos donde son más protagónicas las provocaciones que las definiciones sustantivas; donde se busca desacreditar al contrincante más que sentar una posición y formular una propuesta; donde sólo se ponen sobre la mesa temas vibrantes en coyunturas particulares, pero no problemáticas estructurales vinculadas con la vigencia de los derechos más básicos. Sin duda ese contenido provocador responde a las lógicas del marketing político, pero todo eso no ha hecho sino obturar un debate con contenidos programáticos que ofrezca las herramientas para que el electorado se informe, reflexione y decida.
El voto es la forma primaria en la que la ciudadanía se vincula con sus representantes y está en la esencia misma del lazo representativo. Eso que los politólogos llamamos “accountability vertical” implica que a partir del sufragio los ciudadanos depositan su voto de confianza en sus representantes, apostando a sus promesas electorales como una realidad sobre la cual rendirán cuentas en el caso de resultar elegidos.
Después de todo, generar una instancia de debate en la que quienes ambicionan ser gobierno se den cita para deliberar es empezar a concebir el derecho -y obligación- al voto como indisociable del derecho a la información, a la participación y a la exigencia de rendición de cuentas de nuestros representantes.