Por Gustavo Maurino, co-fundador de ACIJ
El alcance y el sentido de la libertad de expresión. Intereses vs. derechos. La legitimidad de la Corte Suprema en un “país normal”.
En la penúltima frase de su discurso de asunción a la presidencia, Néstor Kirchner planteó un típico sueño paradójico; lo podríamos llamar la revolución de la normalidad. Dijo el entonces presidente: “Vengo a proponerles un sueño; quiero una Argentina unida, quiero una Argentina normal, quiero que seamos un país serio, pero, además, quiero un país más justo”.
La normalidad es bastante simple (y aun así, en algunas ocasiones, una empresa revolucionaria y ardua).
En un país normal, quienes habrían cometido crímenes, especialmente graves, son enjuiciados.
En un país normal, la comunidad –y no los acreedores externos– deciden las políticas económicas y sociales.
En un país normal, la Corte Suprema no trabaja al servicio del poder ni del gobierno, sino al de la Constitución.
En los años siguientes a 2003, la Argentina realizó arduos esfuerzos hacia la normalidad: enjuició a los criminales del proceso impunes, recuperó autonomía económico/social frente a sus acreedores externos y constituyó una Corte Suprema al servicio de la Constitución. No ha sido nada fácil: los juicios no han estado exentos de complicaciones, la renegociación de la deuda sigue impactando sobre el país y la Corte Suprema ha sido en varias ocasiones cuestionada en su legitimidad por distintos sectores, tanto al fallar a favor como en contra del Gobierno. A veces, la normalidad es lo más difícil.
Pero hay otro elemento fundamental, y también revolucionario, que debemos mencionar. En un país normal, ninguna voluntad está por encima de la ley democrática y la Constitución. Ningún poder es mayor ni más legítimo que el de la ley democrática y la Constitución.
El fallo de la Corte Suprema sobre la ley de medios, al igual que su sentencia en el caso “Simón” sobre las leyes de impunidad –y, a juicio de quien escribe, otros que tal vez sean menos simpáticos a los lectores, como el relativo a la reforma del Consejo de la Magistratura–, correctos o no, están inspirados por el mismo principio. Nadie está por encima de la ley.
La Corte falló cuando debía hacerlo, luego de que fallara la Cámara, y sin prestarse a que se manipulara su sentencia para fines electorales.
También falló como debía hacerlo, luego de un procedimiento público y participativo ejemplar, y argumentando correctamente el caso a la luz del ideal constitucional de la democracia deliberativa, estableciendo que la libertad de expresión es una precondición para la legitimidad democrática, distinguiendo los derechos fundamentales de los meramente patrimoniales, y analizando con deferencia hacia el Congreso la razonabilidad de la ley.
Podremos estar de acuerdo o no sobre el fallo. La propia Corte invita en el fallo a la sociedad a discutir su sentencia y sus argumentos. Pero todos deberíamos reconocer definitivamente que el Máximo Tribunal ejerció legítimamente su autoridad legítima de resolver estos conflictos constitucionales. Como ocurre, y debe ocurrir, en un país normal; tal vez acercando un poco más a su concreción el sueño paradójico planteado en aquel discurso que muchos recordarán.