Por Luciana Bercovich y Sebastián Pilo *
Este jueves, la Legislatura de la Ciudad aprobó un proyecto de ley para la instalación de bares en las plazas y parques más grandes de la ciudad. El proyecto recibió diversas críticas, principalmente por reducir aún más la ya muy baja proporción de espacios verdes por habitante con que cuenta nuestra ciudad. Ha recibido también apoyos por parte de quienes entienden que así se mejorará el espacio público existente, y que “si en otras ciudades del mundo existen estos bares, y uno/a los puede disfrutar, ¿por qué no hacerlo en Buenos Aires?”
En ACIJ nos ocupamos de ayudar a fortalecer la democracia y a promover la igualdad. ¿Por qué preocuparnos entonces por los bares? Es que las plazas y los parques son –hasta ahora– un símbolo de la democracia y la igualdad, y quizá la mejor experiencia de resistencia de esos valores en un territorio.
En la plaza somos todos/as iguales. La plaza es el lugar de los/as hijos/as del rico y de los/as hijos/as del pobre. A los bienes que ofrece la plaza se accede democráticamente: a la hamaca se sube primero el que llegó primero –y uno se baja cuando se aburre, no cuando se le acabó la plata–. A la plaza se va a tomar mate con amigos/as, las parejas se encuentran, y nos podemos escapar en soledad del cemento de la ciudad. Sea cual fuere la razón que nos lleva, allí estamos todos/as en igualdad.
La plaza es un lugar de encuentro, y es también el símbolo del debate público. Es el lugar en el que la historia ha colocado las deliberaciones sobre los temas socialmente relevantes para cada barrio. La plaza es la asamblea.
El mercado, que lo ha conquistado casi todo, aún no ha podido con las plazas. Cuando estamos ahí –por un ratito– dejamos de ser consumidores/as, y volvemos a ser ciudadanos/as.
Cuando la ley recientemente aprobada se implemente, en cambio, las plazas seguramente tendrán muy lindos bares, pero con ello visitantes “de primera” y “de segunda”. Sólo los/as primeros/as podrán pagar los productos que se ofrecerán y los segundos vivenciarán los límites de su condición económica.
Alguien podría argumentar que con esta ley nadie va a sufrir algo que ya no sufra en todas las otras instancias de su vida social urbana. Si convivimos con este tipo de desigualdades prácticamente todo el tiempo, y éstas se encuentran social y jurídicamente aceptadas, por qué preocuparse entonces porque se reproduzcan también durante ese mínimo espacio de nuestras vidas en que estamos en las plazas. Y la respuesta es que justamente en esa residualidad recae el valor actual de las plazas: son, de algún modo, “islas de igualdad”. Nos recuerdan que otra forma de relacionarnos es posible. Ahí reside su importancia, y es justamente eso lo que merece ser preservado.
Por eso, creemos imprescindible que a la hora de implementar esta ley, nuestras autoridades tengan especialmente en cuenta que no deberían ser los/as más pobres quienes “paguen” el costo social de esta política pública.