Por Gustavo Maurino y Ezequiel Nino
La reforma constitucional de 1994 produjo un cambio significativo en la forma en que se organiza y controla el poder político en el país. En esa oportunidad, se incorporó a la Constitución Nacional la creación de un nuevo poder del Estado, el Ministerio Público, convertido así en el cuarto poder de la República. En aquella oportunidad, el convencional informante del proyecto, Héctor Massnata, explicaba el diseño constitucional señalando que en los Estados autoritarios se confunden en la misma persona los intereses propios del Fisco (representado por el Poder Ejecutivo) y el interés público. En cambio, en los Estados más democráticos se promueve la delimitación de esas funciones en diferentes poderes para que representen a uno y otro interés, y así se puedan satisfacer de la mejor manera posible.
La Constitución Nacional dispone que el Ministerio Público sea un órgano independiente con “autonomía funcional y autarquía financiera, que tiene por función promover la actuación de la Justicia en defensa de la legalidad de los intereses generales de la sociedad, en coordinación con las demás autoridades de la República”. La ley que regula su funcionamiento explicita, además, que “ejerce sus funciones con unidad de actuación e independencia, en coordinación con las demás autoridades de la República, pero sin sujeción a instrucciones o directivas emanadas de órganos ajenos a su estructura”.
El Ministerio Público está integrado por un procurador general de la Nación y un defensor general de la Nación. El procurador es el jefe de todos los fiscales nacionales y, entre muchas otras potestades, tiene la función de promover la actuación de la Justicia en defensa de la legalidad y los intereses generales de la sociedad, representar y defender el interés público en la mayoría de los asuntos judiciales y promover la persecución penal en todas las causas criminales.
Sus decisiones, tomadas individualmente y en soledad -por tratarse de un órgano unipersonal-, tienen impacto estructural y profunda jerarquía institucional. Por brindar solamente un ejemplo, si el procurador decide no avanzar en los concursos para renovar vacantes de fiscales, como se ha hecho en varias gestiones anteriores, los fiscales provisionales no tienen la suficiente estabilidad ni autonomía como para poder avanzar en la acusación de funcionarios públicos por delitos contra la administración pública.
De hecho, los analistas suelen incluir, dentro de los motivos que permitieron la impunidad de la corrupción acontecida durante el gobierno de Carlos Menem, a la inacción del entonces procurador Nicolás Becerra en la tramitación de los concursos públicos para reemplazar fiscales. A su vez, el procurador tiene la capacidad de avanzar o paralizar el desarrollo de las causas penales, de diversas otras maneras: por ejemplo, la asignación de recursos técnicos y humanos a las fiscalías para cierta clase de delitos -y no para otros- prácticamente sella la suerte de tales procesos.
El caso más típico en ese sentido puede encontrarse en los delitos económicos y asociados a la corrupción, en los que las fiscalías han carecido del apoyo técnico (contadores, especialistas informáticos, etcétera) que les permitieran desarrollar investigaciones complejas o contrarrestar los recursos para su defensa de que disponen habitualmente los acusados en esta clase de causas.
En todos los países, sea por el diseño legal o, como en el caso de la Argentina, por la fuerza de los hechos, existe una clara selectividad en el funcionamiento del Derecho Penal. Algunos delitos se investigan mucho, rápido y bien, y otros poco, lento y mal. La Procuración es el órgano clave en la definición de qué tipo de delitos y, por lo tanto, sobre qué clase de personas se destinará la fuerza de la persecución penal, y sobre quiénes la mano de la Justicia tardará más en llegar, o no llegará.
A diferencia de otros países, en la Argentina el procurador ejerce su cargo de forma vitalicia y sólo puede ser removido por juicio político con la mayoría más agravada de votos de ambas Cámaras del Congreso. Esta garantía de inamovilidad en el cargo, diseñada para blindarlo frente a presiones indebidas de otros poderes, determina que el actual proceso de selección del nuevo procurador resulta clave para promover un mejor funcionamiento de las instituciones en el futuro. Por su joven edad, el candidato propuesto por el Poder Ejecutivo tendría, si fuera ratificado, un potencial de permanecer en el cargo por más de treinta años.
Pero sin dudas la mayor herramienta que se ha ofrecido para rodear a tan importante poder del Estado de garantías de idoneidad reside en su mecanismo de designación. Para la designación no sólo debe haber un acuerdo de la Presidencia y el Senado, sino que en la Cámara alta debe producirse un consenso supermayoritario de 2/3 de los senadores presentes en la sesión. Basta con la decisión de 25 senadores para rechazar una designación que no tuviera el consenso de las fuerzas políticas con presencia legislativa. El nombramiento no es, de ninguna manera, una cuestión de imposición mayoritaria o de alianzas circunstanciales del oficialismo. Constituye una decisión conjunta y compartida de las fuerzas políticas del Congreso de la Nación, por la que serán responsables todas ellas.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha señalado reiteradamente que la garantía de acceso a la Justicia constituye una regla imperativa del derecho internacional, y que ella comprende el deber ineludible de los Estados de garantizar que las investigaciones penales se realicen con diligencia, efectividad y seriedad, respetando los principios del debido proceso y asegurando la independencia e imparcialidad del sistema de administración de Justicia.
En conclusión, la designación del procurador es responsabilidad de todas las fuerzas políticas y debe realizarse sobre la base de una seria evaluación de su idoneidad específica para el cargo y de las garantías que la persona propuesta ofrece, por sus antecedentes y trayectoria, para asegurar la independencia e imparcialidad de la administración de Justicia y la diligencia y efectividad de las investigaciones penales y la defensa de la legalidad.
En el caso de Daniel Reposo, candidato que el Poder Ejecutivo ha propuesto y cuyos antecedentes están actualmente bajo análisis, ya existen variados elementos que permiten cuestionar su idoneidad específica para ocupar esta posición y albergar serias dudas de que en su función garantizaría con independencia e imparcialidad los valores constitucionales mencionados.
En relación con su idoneidad específica para el cargo, los antecedentes publicados por el Ministerio de Justicia revelan que el candidato carece por completo de experiencia y formación en cuestiones relativas a las funciones y responsabilidades del Ministerio Público en general y al Derecho Penal en particular, y es en ambas áreas en las que se concentra prácticamente su función institucional primordial.
La otra responsabilidad importante en cabeza del procurador general consiste en dictaminar ante la Corte Suprema en casos de relevancia constitucional, y la persona propuesta también carece de formación y experiencia en esa materia. De hecho, sus antecedentes laborales y profesionales están completamente alejados del área de idoneidad relativa a la función para la que ha sido propuesto. La circunstancia de que, en el pasado, otros procuradores tampoco hayan sido personas formadas y competentes en tales asuntos -es decir, igualmente inidóneos-, como se ha invocado en cierta “defensa” de la nominación, sólo confirma, a la luz de los resultados, la gravedad de los daños que esa clase de práctica ocasionan para los derechos y la Justicia, y precisamente constituye una razón para rechazar que se reiteren.
A juzgar por algunos antecedentes de su ejercicio en la función estatal, tampoco es posible suponer que promoverá intensamente la independencia del Ministerio Público respecto de los poderes políticos, lo cual resulta una responsabilidad primordial del procurador. En primer lugar, Reposo ha manifestado públicamente su compromiso político y afectivo -militante- con el Gobierno y su proyecto político. En esa clave debe evaluarse el grave hecho de que desde su función en la Sigen ha impedido ilegalmente el acceso de la ciudadanía a información pública relativa a la gestión del Estado. Y, más grave todavía, se ocultó a la Auditoría General de la Nación el acceso a esa información. La Justicia condenó a la Sigen por ese ocultamiento ilegal. Este tipo de prácticas, llevadas a cabo desde la presidencia de una agencia estatal dedicada a promover el control en la gestión de los recursos públicos, tiñen cualquier expectativa relativa a sus compromisos con la promoción de la independencia, imparcialidad y autonomía en la administración de Justicia frente al gobierno.
Por otra parte, Reposo está sospechado de haber utilizado, de manera irregular, uno de los automóviles de alta gama adquiridos por el Ministerio de Economía de forma directa, pese a que el monto requería realizar una licitación pública. La denuncia parece tener un sustento razonablemente firme, pues hace pocos días el juez interviniente dispuso el allanamiento de ese ministerio. Además, el candidato tiene un vínculo muy estrecho no negado con el vicepresidente, Amado Boudou, el funcionario de mayor jerarquía del Gobierno que está siendo investigado por la Justicia y quien disparó indirectamente este proceso de selección.
Los argentinos merecemos ser representados en el Ministerio Público por la persona más idónea posible y que garantice una real y sincera independencia y autonomía con los poderes políticos. Diversos actores institucionales (la Presidenta y todos los senadores) tienen la posibilidad de hacerlo realidad. Es hora de que se privilegie el interés público sobre otros intereses socialmente menos valiosos.