Por Gustavo Maurino*
Los episodios de violencia colectiva contra asaltantes en la vía pública han escandalizado nuestra conciencia moral en las últimas semanas. Muestran un estado de cosas doloroso y transmiten una imagen de lo que estamos siendo que provoca angustia y desasosiego.
Nadie enseñaría a sus hijos que estamos autorizados a actuar de esa manera. Nadie aceptaría que nuestros maestros les enseñaran a los hijos de nuestra patria que eso que hemos estado haciendo es algo aceptable. Si a un mal se responde con otro mal, sólo se consiguen dos males.
Tampoco creo que nos hayamos vuelto salvajes o locos, o que hayamos perdido el sentido de la humanidad ni que hayamos dejado aflorar recónditos impulsos fascistas. Es otra cosa. Tiene que ser otra cosa, pues sabemos que cuando pateamos un cuerpo que se retuerce en el asfalto, es a nuestra propia humanidad a la que pateamos en dicho cuerpo.
Nuestro problema, nuestra carencia, no es ética ni moral, no es individual. Es social, es relacional. Algo nos falta y no sabemos bien qué es. Hay algo valioso de lo que estamos careciendo y esa carencia nos duele. Ensayo aquí una respuesta a este angustiante interrogante.
Creo que hay dos modos, dos dinámicas, que han moldeado nuestra vida social y nuestro imaginario generacional en las últimas décadas. Ambas son un desastre autodestructivo.
Llamaré a la primera de ellas el “individualismo aislado”, en el que cada uno se ocupa de lo suyo -su vida, su familia, su riqueza-, y que la suerte, los talentos o los esfuerzos definan si nuestra vida será un paraíso o un infierno. Sálvese quien pueda y no te metas. A quien le toque el infierno -de nacer en una villa, con menos talentos o menos belleza, de enfermarse gravemente o fracasar en sus emprendimientos- no le queda otro camino que aguantárselas como pueda, solo. La sociedad es una amplia autopista con un carril para cada uno. Nadie debe cruzarse al del vecino y nadie tiene por qué interesarse si el vecino se queda atrás o se estrella en la pobreza. Si podemos, blindamos nuestro carril para estar más seguros.
Llamaré a la otra dinámica social que hemos practicado la del “antagonismo competitivo”. Nosotros y ellos -quienquiera que seamos, elija el lector- competimos por quedarnos con la mayor porción posible de lo que es valioso (la riqueza, el poder, la cultura). La vida social es el territorio de la lucha de clases, y la política es la guerra por otros medios. Entonces sólo existe un juego de “suma cero” en el que unos tienen lo que pierden los otros; los que ganan se sienten con derecho a mandar y los que pierden se sienten explotados. La sociedad es un campo de batalla con dos opciones solamente, dominar o ser dominado.
Nuestra generación ha oscilado, social, cultural y políticamente entre estos dos modelos. Y es así como marchamos -aislados o en lucha- hacia la desintegración y la fragmentación irreconciliables. No podemos sino estar atormentados por este fracaso social.
Lo que nos falta, aquello de lo que hemos estado careciendo en nuestras prácticas comunes, es la virtud de la fraternidad: el sentido de que nuestra felicidad y bienestar están ligados al de todos los demás. La disposición y el esfuerzo por interesarnos y ocuparnos para que todos estemos mejor, no sólo yo o los de mi grupo, y la confianza en que nuestro destino es igualmente importante para los demás.
La virtud cívica de la fraternidad alimenta el ideal de una comunidad basada en la integración. En este ideal, la vida social no es una autopista blindada, ni un campo de batalla. Se parece más bien a un club de barrio, a esos espacios de esfuerzos compartidos que florecían hace un tiempo y languidecen en la actualidad.
El cultivo social, político e institucional de la fraternidad es el cemento para construir una comunidad para el beneficio y florecimiento mutuo. Es lo único que nos permite, mediante la cooperación, lograr juntos algo que separados o enfrentados jamás podremos realizar.
Un artista muy admirado en nuestro país -el músico Roger Waters- dijo alguna vez que entendía la felicidad como la experiencia de comprender las necesidades y los puntos de vista de los demás, la experiencia de que no estamos perdidos en un sueño solitario.
La incapacidad para la fraternidad nos ha dejado perdidos en la soledad y el aislamiento. No hay futuro de felicidad para una sociedad así. La construcción de la fraternidad es acaso el desafío más importante para la próxima generación. Es nuestra responsabilidad.