ACIJ / Prensa

Educación inclusiva: la trampa de la falta de formación docente

La educación inclusiva está cada vez más presente en los discursos de las autoridades públicas, en los debates de la comunidad educativa y en las agendas de los medios de comunicación. Sin embargo, al mismo tiempo que parece avanzar, tropieza una y otra vez con un argumento que la obstaculiza: el de la falta de formación de las y los docentes.

En los últimos años, esta insuficiente preparación viene siendo una de las cuestiones más invocadas para excluir a niñas y niños con discapacidad de las escuelas comunes. Con frecuencia, se les dice a sus familias que la institución no tiene los recursos necesarios para impulsar procesos de inclusión, y se les asegura que la mejor opción será un colegio especial. No obstante, existen varias razones para dejar de naturalizar esta respuesta.

En primer lugar, la exclusión de las escuelas ordinarias está prohibida por el artículo 24 de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD), tratado internacional ratificado por la Argentina hace más de 12 años. En el mismo sentido van múltiples documentos elaborados por organismos especializados en educación y derechos humanos, que establecen que negar la matrícula por motivos de discapacidad es un acto de discriminación. Como afirma la Organización de las Naciones Unidas, no son nuestros sistemas educativos los que tienen derecho a determinados tipos de niñas y niños. Es justamente a la inversa.

Además, la inclusión en el ámbito escolar no es un trabajo que deba realizarse en soledad. Por el contrario, debe concebirse como un proyecto colectivo y colaborativo, en el que participen no solo docentes sino también personal directivo y de apoyo, estudiantes con y sin discapacidad, y familias. Las experiencias de los países que avanzaron en el sentido indicado por el artículo 24 de la CDPD muestran que educar en la diversidad debe ser una meta central en los proyectos institucionales de las escuelas, un objetivo que interpele a cada uno de sus trabajadores y trabajadoras, y un eje que aglutine todas las intervenciones que se dan en estos espacios.

Es importante tener presente, a su vez, que el rechazo fundado en la falta de capacitación esconde un prejuicio. Supone que todas las personas sin discapacidad constituyen un grupo homogéneo, que aprende lo mismo, del mismo modo y al mismo tiempo, y que, por lo tanto, pueden ser educadas satisfactoriamente sin necesidad de cambiar las estrategias de enseñanza; y que aquellas con discapacidad aprenden menos y de formas “más complejas”, que nunca podrán ser abordadas por el sistema de educación general. Ambas ideas son falaces y evidencian la subsistencia de la pedagogía normalizadora sobre la cual se ha edificado nuestro modelo de escuela actual hace más de un siglo. Todas y cada una de las personas, con y sin discapacidad, son sujetos únicos de aprendizaje y, como tales, tienen formas diversas de construir conocimientos, habilidades y sentidos. Las instituciones educativas deberán adaptarse a ellas si desean enseñar sin excluir ni estigmatizar.

Por otro lado, tal como demostraron distintas investigaciones realizadas en el campo de la educación, si bien es imperioso modificar las currículas de formación docente, estos profesionales ya cuentan con ciertas herramientas y saberes que les permiten promover dinámicas de trabajo más inclusivas. En efecto, si ante los desafíos que se les plantean generan espacios de intercambio con sus pares, exigen a las autoridades los recursos que necesitan y exploran en las producciones académicas disponibles formas inclusivas de pensar los procesos de enseñanza y aprendizaje, podrán eliminar varias de las barreras que las personas con discapacidad enfrentan actualmente en el contexto educativo.

Al analizar la cuestión en profundidad, veremos también que este argumento encierra una paradoja. Si las escuelas comunes no permiten el ingreso de estas niñas y niños, ¿cómo podrían prepararse para educarlos? La labor de incluir supone conocer a los sujetos de aprendizaje, y trabajar permanentemente con ellos para detectar sus fortalezas e identificar los obstáculos que las intervenciones docentes están creando, sosteniendo o profundizando. Diversas experiencias muestran que el trabajo con el alumnado con discapacidad estimula la creatividad de los equipos escolares y fomenta el desarrollo de prácticas inclusivas.

No cabe duda de que construir un sistema educativo inclusivo no depende únicamente de docentes y escuelas. Requiere asimismo un compromiso de la comunidad y, fundamentalmente, un Estado presente, que adopte políticas públicas tendientes a crear dispositivos de apoyo eficaces y a transferir recursos humanos y presupuestarios de la modalidad especial a la regular. Pero también es cierto que la inexistencia de estas políticas no justifica la segregación. Las escuelas comunes deben abrir sus puertas sin pretextos, comprendiendo que la heterogeneidad propia de toda sociedad debe verse reflejada en las aulas, y que son los abordajes homogeneizantes -y no las características de las personas- los que producen exclusión. Deben dejar de preguntarse qué no pueden hacer las niñas y niños con discapacidad para preguntarse qué condiciones y modos de enseñanza deben generar ellas para asegurar su aprendizaje. Después de todo, a incluir se aprende incluyendo.

Celeste Fernández.

Abogada, docente y coordinadora del programa de Derechos de las Personas con Discapacidad de ACIJ

 

Nota completa.