Por Raquel San Martín
Mientras algunas causas de enriquecimiento, fraude y soborno ganan centralidad en este fin de ciclo K, un debate político se abre paso en la arena judicial, impulsado por la oposición: la posibilidad de que estos casos no prescriban, una iniciativa que algunos ven como demagogia de campaña y otros como la señal más inequívoca del compromiso estatal contra la impunidad. Detrás de la discusión por reformas que aceleren los tiempos judiciales se dibuja una constatación inquietante: el fracaso del Estado en investigar y castigar a sus funcionarios, cuya injerencia en la Justicia no sorprende a casi nadie.
Si justicia lenta no es justicia, hay quienes piensan que habría que hacerla durar, a su ritmo, para siempre. Sobre todo cuando la lentitud en buscar pruebas, resolver apelaciones o en que un tribunal le ponga fecha a un juicio termina beneficiando, como un búmeran preciso, a los Boudou , Jaime, Alsogaray , Menem o Alderete de los últimos 30 años, y a sus funcionarios y empresarios socios del momento.
A tono con el lugar preponderante que está ganando la corrupción en la agenda de este fin de ciclo kirchnerista, con algunos casos recientes que marcaron la memoria a fuerza de muertes trágicas, y con la campaña electoral ya lanzada, una nueva disputa política se está dando en el terreno judicial: la que postula que los delitos de corrupción deberían ser imprescriptibles, es decir, investigados y juzgados sin límite de tiempo, equiparados en gravedad con los crímenes de lesa humanidad.
Lo que para algunos es demagogia preelectoral y para otros la señal más clara que puede dar un Estado de su compromiso contra la impunidad , significa en rigor reconocer la injerencia del poder político en la Justicia, que puede aprovechar los vericuetos procesales para extender las causas que involucran a sus funcionarios hasta que mueren sepultadas por años de recursos y apelaciones, pericias interminables, “cajoneos” varios y acumulación de expedientes en pocos tribunales.
Según las normas vigentes, una causa prescribe cuando el tiempo que pasa desde que se inicia la investigación es superior a la pena máxima para el delito que se imputa.
Prima hermana del debate sobre la reforma del Código Penal, la imprescriptibilidad de las causas de corrupción -que ya tiene sus proyectos de ley en el Congreso, sus declaraciones públicas de candidatos opositores, sus discusiones jurídicas, y también sus detractores-, en el fondo, pone en escena una constatación incómoda: las dificultades que desde el retorno de la democracia viene mostrando el Estado argentino para investigar y castigar a sus funcionarios cuando malversan fondos, usan sus influencias, reciben coimas, cobran retornos o se enriquecen a costa de los fondos públicos. De hecho, el ex secretario de Transporte Ricardo Jaime es el primer ex funcionario desde 1983 que tiene una condena firme por corrupción mientras su gobierno está en el poder.
El tiempo les jugó a favor, en este sentido, entre otras, a la causa por fraude impositivo en la curtiembre Yoma, que se investigó por 10 años; al caso IBM-Anses, por el supuesto cobro de un soborno de 60 millones de dólares; a la suma de 16 causas por defraudación en el PAMI contra su ex interventor Víctor Alderete; al ocultamiento de cuentas bancarias en Suiza por parte del ex presidente Carlos Menem; a las irregularidades en la concesión de la “escuela shopping” durante la intendencia porteña de Carlos Grosso, y al uso sospechoso de 35 millones de pesos en subsidios que recibió el empresario Sergio Taselli cuando controlaba el ferrocarril Roca. Igual suerte está por correr la causa IBM-Banco Nación.
En ese contexto, y mientras un vicepresidente al borde de ser llamado a declaración indagatoria sigue en funciones, apropiarse de la lucha anticorrupción como tema de agenda es un activo para un espacio opositor. Por ahora, el Frente Amplio-UNEN parece haber tomado la delantera: el tema fue parte del acuerdo firmado por las distintas fuerzas -ya lo había sido, en rigor, en la alianza entre Elisa Carrió y Pino Solanas antes de las últimas elecciones-, Julio Cobos propuso armar “una Conadep de la corrupción” y existen varios proyectos de ley en ese sentido firmados por diputados de ese espacio (aunque algunos allí tengan diferencias importantes con la idea). También Sergio Massa se pronunció públicamente a favor de que la corrupción no prescriba en la Justicia, y en su equipo trabajan en el tema.
Para quienes apoyan la imprescriptibilidad, los delitos de corrupción afectan los recursos públicos tanto como a las propias instituciones democráticas y la confianza ciudadana en los funcionarios, y en muchos casos producen muertes, con lo cual merecerían equipararse a los delitos de lesa humanidad, que en la Argentina no prescriben, según interpretó la Corte a la luz de los tratados internacionales a los que el país dio rango constitucional. De manera más práctica, el argumento es que hay que mantener activa la posibilidad de castigar hechos de corrupción luego de períodos en que los gobiernos puedan evitar que las investigaciones avancen.
Los que rechazan este cambio en el Código Penal aseguran que las normas vigentes ya tienen mecanismos para que las causas de corrupción no se eternicen, sugieren que sería más efectivo hacer reformas procesales en el funcionamiento de la Justicia para acelerar tiempos, y sobre todo afirman que la prescripción tiene una razón de ser valiosa: es la garantía de todos los ciudadanos a ser juzgados en un plazo razonable. Al mismo tiempo, dicen, la prescripción no es absoluta. De hecho, en los casos de corrupción, se interrumpe mientras el funcionario acusado esté en su cargo, y esto afecta a sus compañeros de causa, empresarios o ex funcionarios.
Como sea, los repetidos casos de malversaciones, fraudes y enriquecimientos en el Estado desde hace décadas, que han atravesado todos los signos políticos de los sucesivos gobiernos, abonan una constatación que para los argentinos se ha vuelto sentido común: la corrupción es un mal endémico y extendido en el país.
En el último sondeo realizado por el Centro de Opinión Pública de la Universidad de Belgrano (Copub), que viene consultando sobre percepción de corrupción cada cinco años desde 2003 con similares resultados, el 56% de los porteños afirmó que la corrupción es alta, casi la mitad dijo creer que aumentó en los últimos cinco años y, lo más alarmante, el 55% encontró tolerable que un político sea corrupto si soluciona los problemas del país o mejora la economía.
Catorce años en promedio
Un estudio reciente de la Asociación Civil para la Igualdad y la Justicia (ACIJ), de 2012, que relevó 21 causas de corrupción, estima que desde que se comete un delito de este tipo hasta que se obtiene una sentencia, en la Argentina pueden pasar, en promedio, unos 14 años.
La mayor cantidad de ese tiempo transcurre en la etapa de investigación de cada causa, que puede durar unos 7 años. Una de las razones de la demora es que no hay límites para que fiscales y defensores interpongan recursos, hay retrasos por falta de personal y los jueces pueden “cajonear” o retrasar expedientes en respuesta a presiones políticas. La otra demora se da en la espera de que un Tribunal Oral fije fecha para el juicio, que puede extenderse hasta 6 años. La explicación es la del embudo: hay seis tribunales federales orales en la ciudad de Buenos Aires, que tienen que tratar entre otras las causas de lesa humanidad (que tienen prioridad porque hay personas privadas de su libertad y porque son casos privilegiados por la política de los tres poderes del Estado). Se crearon dos tribunales orales federales más, pero siguen en los papeles, porque no se hicieron concursos para designar a sus miembros, no hay edificio para albergarlos o personal designado para trabajar allí.
Quienes apoyan y quienes rechazan la imprescriptibilidad de la corrupción parecen, sin embargo, encontrarse en un argumento: combatir la corrupción con alguna eficiencia implica una voluntad política y judicial transversal y anterior a reformas procesales y proyectos de ley, que en el escenario actual parece utópico esperar.
“El argumento más poderoso para la imprescriptibilidad de los casos de corrupción no es jurídico sino político. Sería dar una señal contundente respecto al compromiso del Estado para luchar contra la corrupción -apunta Álvaro Herrero, doctor en Ciencia Política de la Universidad de Oxford e investigador del Laboratorio de Políticas Públicas-. Sin embargo, por sí sola no es suficiente para reducir la corrupción ni para lograr activar los mecanismos institucionales y judiciales de control. Debería estar acompañada por una política integral que incluya un plan nacional de transparencia, la rejerarquización de la Oficina Anticorrupción, el fortalecimiento de los organismos de control y una labor activa del Ministerio Público. La Justicia tiende a no interferir con los grandes lineamientos de política pública del gobierno de turno. Si no hay una señal clara desde el Gobierno sobre la necesidad de investigar y sancionar la corrupción, la Justicia no avanza.”
Entre quienes apoyan la imprescriptibilidad, los argumentos usuales -presentes, por ejemplo, en los proyectos de ley que están en el Congreso- repiten que los delitos de corrupción repercuten en los derechos humanos, afectan la equidad y, en última instancia, matan, como dejó claro la tragedia de Once.
Junto con otros diputados de su espacio, Elisa Carrió presentó además un proyecto para que la Convención Interamericana contra la Corrupción tenga rango constitucional, e insiste en que es fundamental recuperar el dinero robado en estos delitos, más allá de las penas de prisión.
“Las tres soluciones habituales para la corrupción son el endurecimiento de las penas, las reformas procesales, y la imprescriptibilidad de los delitos y el levantamiento de la cosa juzgada -enumera Juan Pablo Montiel, doctor en Derecho Penal y profesor en la Universidad de San Andrés-. La primera solución es la más endeble, porque lo que disuade no es la pena abstracta, sino las probabilidades de que, para decirlo rápido, te agarren. La segunda solución vuelve a poner el foco en la Justicia, pero no reconoce que debe existir un compromiso de todos los sectores políticos. Frente a la corrupción, los jueces tienen un trabajo bien difícil, porque no van a tener a todo el arco político a su favor. Plantear reformas procesales debería ser un segundo paso. La imprescriptibilidad y la posibilidad de volver a juzgar ciertos delitos son las que ofrecen más incentivos para obtener resultados. Claro que tienen un costo: hay que hacerlo a costa de las instituciones, que establecen la prescripción y la cosa juzgada como garantías. Pero vale la pena.”
Un arma de doble filo
Del otro lado, quienes sostienen que la imprescriptibilidad es de exagerada a ineficiente argumentan, por ejemplo, que eso podría hacer que los expedientes de corrupción vayan “al final de la pila” porque no hay urgencia en tratarlos, o que se conviertan en causas abiertas que se puedan usar para tener cierto poder sobre los políticos afectados por ellas.
“La imprescriptibilidad no garantiza que se llegue a una solución. Hay pasos intermedios que tienen que ver con reformas estructurales de la justicia federal”, apunta María Victoria Gama, abogada del área de Acción ciudadana y lucha contra la corrupción de ACIJ. “La convención sobre corrupción, además, no habla de imprescriptibilidad, sino de establecer plazos largos en estas causas”.
“Que la corrupción no prescriba puede estirar los plazos con varios perjuicios. Un caso produce una alarma social que va a diluirse en el tiempo si se alargan los años. No sé si es el mejor mensaje para la sociedad. Se pueden poner penas más altas para estos delitos, lo importante es que se apliquen”, dice el juez Mariano Borinsky, presidente de la Cámara de Casación Penal.
Entre las reformas están, por ejemplo, que se apliquen plazos rigurosos para la etapa de instrucción, que se hagan juicios más cortos para estos delitos, que se dé un papel más protagónico a los fiscales durante la investigación (para que sean ellos los que busquen pruebas y hagan avanzar la investigación y que el juez actúe sólo como árbitro, y que cualquier pedido de la defensa no implique que se detenga la investigación). “Equiparar corrupción con lesa humanidad es peligroso. Si seguimos estirando, alguien va a decir que los homicidios, los femicidios o los robos son gravísimos, y entonces vamos a declararlos imprescriptibles también”, apunta Borinsky.
Para otros, las reformas deberían señalar a los encargados principales de que las causas de corrupción avancen o queden sepultadas por el tiempo. “La inacción escandalosa de muchos jueces por lo general no les trae mayores consecuencias: no son sancionados por el Consejo de la Magistratura ni tampoco sufren reproches de sus pares. Debería crearse en ese consejo un registro público de investigaciones judiciales por corrupción, que permitiría generar información para consejeros, legisladores, periodistas y ciudadanos, y hacer un seguimiento activo del desempeño de los jueces. Cuantos más ojos haya sobre el accionar de la Justicia, más chances de que las investigaciones avancen”, apunta Herrero.
“La ineficiencia judicial sobre la corrupción es grave. Para resolver el fondo de la cuestión, que es la impunidad, hay que mejorar la detección, proteger a testigos y denunciantes, dar poder a los fiscales, revitalizar la Oficina Anticorrupción. Es más importante cambiar el código procesal penal que modificar el régimen de prescriptibilidad. Lo que hay que buscar es que se aplique una sanción en un tiempo oportuno”, afirma el diputado radical Manuel Garrido, ex fiscal anticorrupción.
Los detractores más firmes de la imprescriptibilidad la consideran, incluso, inconstitucional. “Estaría atentando contra nuestra Constitución que fija esto sólo para los delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra, por los compromisos internacionales del Estado. Por otra parte, el Código Penal y el anteproyecto de reforma prevén que la prescripción se suspende mientras el funcionario está en su cargo”, dice la jueza María Laura Garrigós de Rébori, presidenta de la Cámara del Crimen y del colectivo filokirchnerista Justicia Legítima.
En voz baja, algunos piensan que declarar imprescriptible la corrupción podría ser un arma de doble filo. Y, en la cima de la naturalidad con la que hoy se da por sentada la influencia del poder político en la Justicia, un opositor hizo un análisis descarnado: “Si se va el kirchnerismo pero quedan sus jueces amigos, los que van a tener causas abiertas por millones de años son los opositores. Y las de los kirchneristas igual se van a cerrar”.