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Corrupción y desigualdad: una relación de pura causalidad

La Argentina padece desde hace décadas de serias desigualdades estructurales. En los últimos años, la distancia entre quienes más tienen y aquellos que se encuentran por debajo de la línea de la pobreza viene creciendo, y estos días nos encuentran debatiendo en torno a cifras de pobreza, indigencia, hambre y desempleo verdaderamente alarmantes.

En contextos como el actual, la corrupción suele adquirir una relevancia secundaria en los medios de comunicación y en el discurso de las principales fuerzas políticas. Quizás porque en la historia de nuestro país la corrupción ha sido tratada como un problema moral antes que por sus impactos en los derechos humanos o la calidad de nuestras instituciones. Esta mirada resulta en un reduccionismo que desestima sus verdaderas causas y consecuencias. La corrupción es mucho más compleja que los delitos contra la administración pública enumerados en el Código Penal. Es, ante todo, una forma de socavar el rol que el Estado debe tener en la administración de los intereses que permanentemente están en pugna al seno de una sociedad.

La autoridad pública que se corrompe es aquella que rompe el mandato popular cuando decide priorizar sus intereses particulares y/o los de terceros por sobre los del conjunto. Esta corrupción puede abarcar desde maniobras que constituyen explícitamente delitos como recibir una coima, arreglar una contratación pública o evadir impuestos a través de paraísos fiscales, a otras más complejas enfocadas en la concentración de poder o los conflictos de intereses.

La corrupción atenta directamente contra el adecuado funcionamiento de la democracia y a la vez sobre las perspectivas de desarrollo e inclusión de una sociedad. Cuando los intereses privados le ganan la pulseada a los públicos como incentivo de las políticas públicas, los que pierden son siempre los de abajo, los más postergados.

Corrupción y desigualdad forman parte de un círculo vicioso en el que se retroalimentan de forma constante. No queda claro que ocurre primero, pero lo cierto es que la evidencia indica que los países con los niveles más bajos de corrupción son también los que tienen los mayores niveles de igualdad, acceso a servicios públicos de calidad y con Estados de bienestar consolidados.

La Argentina no puede darse el lujo de dejar fuera de la mesa de sus principales discusiones a la corrupción. Para ello es necesario que el sector público, los partidos políticos, los movimientos sociales, el sector privado (en particular sus élites), las centrales de trabajadores y el conjunto de actores de nuestra sociedad encuentren puntos de consensos para atacar este problema de forma sostenida y a largo plazo.

Hace pocos días, un grupo de especialistas, académicos y organizaciones de la sociedad civil publicamos el documento Hacia un Acuerdo Social Anticorrupción (www.acuerdoanticorrupcion.org) con el propósito de contribuir a este debate con propuestas concretas.

Ningún modelo de desarrollo e inclusión que pretenda eliminar las desigualdades puede prescindir de políticas destinadas al aumento de la transparencia, la rendición de cuentas y la participación ciudadana efectiva. Sin instituciones democráticas fuertes que procesen adecuadamente la multiplicidad de intereses de nuestra sociedad no habrá bienestar común posible.

El autor es coordinador del área Fortalecimiento de las Instituciones Democráticas de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ)Por: Joaquín Caprarulo