El juicio a la Corte es una pésima idea: no resolverá ninguno de los problemas del Poder Judicial, y construirá problemas nuevos. Al mismo tiempo, la alternativa no puede ser sostener un sistema de justicia lento, hermético y alejado de las necesidades de la ciudadanía.
*Por Sebastián Pilo
Cuando pensamos en el Poder Judicial y sus grandes desafíos, solemos oscilar entre dos tipos de preocupaciones que tensionan entre sí: por un lado, nos interesa defender la idea de “independencia judicial”.
Sabemos que nada bueno puede surgir de jueces o juezas que resuelven sus casos en base a incentivos que desplazan el protagonismo del derecho como guía de sus decisiones. Por eso es imprescindible que se aseguren las condiciones necesarias para que magistradas y magistrados puedan actuar lo más despojados posible de influencias indebidas, y con posibilidades reales de controlar a los distintos sectores de poder.
Al mismo tiempo, y como contracara de aquellas preocupaciones, sabemos que la deseable “justicia independiente” corre el riesgo de adoptar otra fisonomía: la de un Poder Judicial encapsulado, corporativo, cuyos miembros están plagados de privilegios, se resisten a rendir cuentas, se muestran herméticos -e incluso indiferentes- a las realidades del resto de la ciudadanía, y abusan de su poder. Por eso, en términos de Owen Fiss, “aspiramos sólo a una cantidad limitada de insularidad” -de ese tipo de independencia- por parte de aquel poder del Estado.
En nuestro país, este enfrentamiento de miradas -en un contexto en el que ningún sector tiene condiciones de hegemonía para adoptar este tipo de decisiones por sí mismo- mantiene completamente bloqueada toda discusión significativa sobre el funcionamiento del Poder Judicial. Ambos tienen un poco de razón y, al mismo tiempo, ambos están profundamente equivocados.
Así, tras el fracaso de todos los intentos del oficialismo para que se sancionen en el Congreso nuevas normas que modifiquen el funcionamiento del Poder Judicial, su última iniciativa consiste en enjuiciar a la Corte Suprema. Lo hace a sabiendas de que dicho juicio político no producirá como resultado la destitución de ninguno de sus miembros (ya que no cuenta con los votos necesarios para ello), pero intentando que su dominio en la comisión correspondiente le sirva para producir suficiente barullo en torno al tema, e incomodar así a quienes integran dicho Poder del Estado.
Erra en este tema el gobierno porque, como veremos, parece pretender ocuparse de los que considera problemas del Poder Judicial por la vía de la subordinación o el sometimiento de sus miembros ante ellos mismos. Y erra al mismo tiempo la oposición, porque parece decidida a resistir cualquier iniciativa de cambio respecto del funcionamiento del Poder Judicial y así no sólo mantiene en el tiempo un status quo que consolida la mayoría de sus problemas, sino que construye a la vez una aparente “alianza táctica” con sectores judiciales, lo cual tampoco contribuye a su independencia.
El juicio a la Corte, en particular, resulta por diversas razones muy dificil de explicar. En primer lugar, porque la mayor parte de las acusaciones se relacionan con el modo en que la Corte resolvió algunas sentencias en particular -las últimas, especialmente contrarias a los intereses de la fuerza gobernante-.
Se trata de fallos con los que se puede acordar o disentir, pero los desacuerdos que pueden producir estas decisiones jurisdiccionales no se escapan de los que son jurídica y políticamente esperables en decisiones que ameritan controversia. Y si bien esa idea de que “no se puede sancionar a los jueces por el contenido de sus sentencias” no debería ser aplicada de modo dogmático (ya que en determinadas circunstancias dicho contenido puede ser la prueba de una inhabilidad o mal desempeño), lo cierto es que no se puede remover a un grupo de jueces sólo porque el poder político no acuerda y/o se siente afectado por sus fallos.
Para decirlo de un modo más llano: por un lado, los objetivos que tiene el oficialismo en sus iniciativas respecto del Poder Judicial no resultan para nada claros. Pero si lo que pretenden es revertir algunos de los vicios de funcionamiento de este poder, entonces la estrategia que se proponen es completamente inconducente: enjuiciar a la Corte de este modo no producirá ninguna modificación positiva en dicho funcionamiento, a la vez que incrementa las resistencias al cambio por parte del resto de los sectores, y se muestra totalmente indiferente respecto de las preocupaciones en torno a su independencia.
Pero, además, la idea de remover a toda la Corte y designar a nuevas personas en el Tribunal (aunque sepamos que no va a ocurrir, es esa la propuesta), se choca de lleno con el hecho de que hace más de un año existe una vacante en dicho organismo, y el Poder Ejecutivo ha omitido proponer a una candidata para el puesto (a pesar de que contaba con un plazo normativo para hacerlo, que se encuentra vencido hace tiempo).
Cabe preguntarse: si de pronto hubiera cinco vacantes (o incluso más, porque en paralelo se impulsa un proyecto para ampliar su cantidad de miembros), ¿por qué razón el gobierno lograría designar a sus reemplazos, si hasta ahora no ha sido capaz de postular a alguien para la vacante que ya existe?
Y si acaso consiguiera los votos para la destitución, ¿pasaríamos a una situación en la que todo el Poder Judicial quedaría indefinidamente acéfalo, como ya lo están la Procuración General o la Defensoría del Pueblo? En resumen: si el gobierno se propone una renovación de la Corte, debería empezar hoy mismo proponiendo una candidata para el puesto que está vacante.
Ahora bien, así como la solución a los problemas de funcionamiento del Poder Judicial no puede venir de la mano del sometimiento de sus miembros e instituciones a la voluntad de ningún oficialismo, tampoco tiene sentido negar que esos problemas existen, y que los tres poderes del Estado tienen mucho para hacer para impulsar mejoras.
La reacción conservadora a la agenda del oficialismo, basada en no modificar nada de la situación actual, implica tolerar un Poder Judicial que suele ser inaccesible para los grupos vulnerabilizados, que se toma tiempos inaceptables para resolver la conflictividad que se le lleva, que es sumamente permeable a intereses económicos y políticos (resulta difícil encontrar a un juez o jueza que haya logrado llegar a su cargo sin un padrinazgo claro de algún oficialista, opositor o sector judicial), y cuyos orígenes y privilegios suelen distanciarlos del resto de la sociedad y eximirlos del deber de rendir cuentas que tiene todo el funcionariado.
A los desafíos históricos del Poder Judicial se le suman ahora graves problemas propios de la coyuntura: una cantidad alarmante de cargos vacantes, la caída -sin resolución alguna- de decenas de procesos disciplinarios, las acefalías en las cabezas del sistema judicial, las dificultades para que el Consejo de la Magistratura sesione, son sólo algunos de esos emergentes.
Estamos ante una situación desesperante que requiere una gran responsabilidad por parte de todos los sectores, para desbloquear las discusiones y acuerdos a los que deben llegar las y los actores judiciales y de la política partidaria, para poner nuevamente en funcionamiento nuestro sistema institucional, al menos en lo que al Poder Judicial respecta. No hacerlo pronto, nos llevará a profundizar gravemente una crisis que ya es intolerable.
En definitiva, se trata de poder volver a discutir seriamente sobre los problemas del Poder Judicial. Las reformas necesarias no son en absoluto misteriosas. Una discusión abierta y sensata debería dar lugar, sin demasiada complejidad, a una hoja de ruta que, al menos desde el punto de vista técnico, reúna altos niveles de consenso. Ahora bien, es necesario también reconocer que, desde el punto de vista político, encontrar un camino que no caiga en la tentación del status quo ni en un intento de sometimiento, lamentablemente sigue siendo una búsqueda muy compleja.
*Sebastián Pilo es abogado y co-director ejecutivo de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ).