Por Gustavo Maurino.
Desde 1983, sobre las ruinas de un siglo marcado por el desprecio al Estado de derecho, la democracia y los derechos humanos, Argentina comenzó el proyecto político más ambicioso de su historia: la construcción de una democracia constitucional inclusiva e igualitaria. Se trata de una empresa colectiva –nadie domina su diseño y construcción, toda la comunidad participa de ella y puede impactar en su evolución–, y de largo plazo –cada generación recibe las instituciones en cierto estado y hace su contribución hasta que la próxima siga el proceso–.
Los planos de esta obra están en la Constitución y el presupuesto básico del proyecto compartido es que debemos ser leales a ellos. En toda práctica colectiva son inevitables los desacuerdos sobre cómo interpretar y honrar mejor su sentido y su ideal. Pero debemos reconocer que existe una diferencia entre fidelidad y traición a la Constitución; y si no tenemos criterios comunes para distinguir entre ellas –o, peor aún, si algunos de los participantes entienden que su agenda es seguir los planos y otros entienden que es rediseñarlos– en realidad no hay una empresa común, no hay práctica compartida, no hay “una” comunidad política.
La situación originada por el proyecto de reforma de la ley del Ministerio Público puede analizarse bajo este marco general. Para esta parte de nuestro edificio institucional, los planos (la Constitución) no dicen mucho (el art. 120), pero dicen algo claro y significativo: establecen un principio que debe ser asegurado –lealmente– por los constructores (el Congreso). Se trata del principio de “autonomía”.
La autonomía, en particular del Ministerio Público Fiscal (MPF), requiere que ninguna fuerza política sea “dueña” de la designación de su titular. Si, en cambio, el diseño permite que una fuerza se apropie de tal función, la Procuración difícilmente sea autónoma respecto de ella.
Por eso, en la primera ley orgánica sancionada en 1998, tanto como en su reforma de 2015, esta designación ha requerido invariablemente de un consenso interpartidario, cristalizado en el requisito de los dos tercios del Senado para aprobar la designación propuesta por el Poder Ejecutivo. Los intentos de reforma que existieron sobre esta regla en los últimos años han naufragado hasta aquí por la falta de consenso.
Cuando una designación realizada por las fuerzas políticas debe promover y garantizar autonomía de un órgano extra-poder político, existen básicamente dos diseños disponibles: las supermayorías (se puede ver en la Corte Suprema y las leyes de la Defensoría del Pueblo, el MPF y de la Defensa) o el concurso público (jueces, fiscales, etc.). Acaso una mayor originalidad se ve en el diseño constitucional de la AGN, cuya presidencia es elegida a propuesta del partido de oposición con mayor representación.
El proyecto discutido en el Congreso, con un modelo de designación mediante propuesta presidencial y acuerdo de la mayoría del Senado, deja al MPF en una situación de vulnerabilidad estructural, sin salvaguardas de autonomía frente a los oficialismos cada vez que estos tengan mayoría en el Senado. A esto se le suma la reducción del mandato a solo cinco años –y con posibilidad de reelección–, con lo que la sujeción estructural a los intereses del Ejecutivo sería posible casi en tiempo real.
Si este asedio a la autonomía fuese la finalidad del proyecto, ello traicionaría abiertamente el principio que al respecto previó la Constitución. Pero, aunque esa no fuera su finalidad, es invariablemente su consecuencia y resultado.
Ello no se redime pensando que la virtud del Poder Ejecutivo o la civilidad del Senado nos salvarán. Los diseños deben precisamente minimizar las chances de que la falta de virtud y civilidad destruyan los principios constitucionales.
En una práctica política colectiva las decisiones deben basarse en razones públicas sinceras, en las que se pueda verificar su lealtad al proyecto constitucional compartido. Ese deber de justificación pública es tanto más intenso y exigente cuanto más desacuerdo haya entre los constructores, o cuando se proponga una reorientación significativa del diseño, que altere consensos anteriores.
Desafortunadamente, las autoridades del oficialismo no han hecho aún un esfuerzo significativo por explicar cómo compatibilizar el principio de autonomía con la peculiar forma de designación que se propone.
Para que la democracia constitucional inclusiva tenga sentido como proyecto colectivo compartido, se requiere que actuemos con lealtad al plan constitucional y fidelidad a sus principios. Cada vez que no podemos explicar nuestras leyes en esos términos, solo erosionamos su futuro y acrecentamos el riesgo de dejar a la próxima generación una obra en ruinas.
*Consejero directivo de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia.
Producción: Silvina Márquez.