Por Sebastián Pilo*
Es necesario evitar la cultura del privilegio y la del “sálvese quién pueda” en la política sanitaria.
La escasez de vacunas para prevenir el COVID19 -en relación a la demanda que actualmente existe- es un fenómeno de alcance mundial. Mientras los laboratorios que las están produciendo no sean capaces de abastecer las necesidades del conjunto de las personas que las necesitan, los Estados deberán tomar decisiones políticas muy difíciles en cuanto a quiénes priorizar, así como en relación a los mecanismos que deberán atravesar quienes deseen acceder.
Frente al problema de la escasez, aplicar a esta vacunación los criterios de asignación de la economía de mercado -atribuir los bienes a quienes puedan pagarlos-, hubiese sido moralmente inaceptable para la mayor parte de la ciudadanía, en el contexto de una pandemia que tiene casi paralizado a todo el mundo y que ya se llevó 2 millones y medio de vidas.
Es así que, si bien los Estados no avanzaron en la democratización del desarrollo y producción de la vacuna -el sistema de patentes y de cobro en favor de los laboratorios es similar al del resto de los productos farmacéuticos-, muchos han decidido asegurar su entrega en forma gratuita a la ciudadanía.
Las decisiones estatales tendientes a desmercantilizar la asignación de las vacunas postulan un compromiso fuerte con la idea de que su acceso debe ser igualitario. Sin embargo, recientes ejemplos de nuestro ámbito nacional lo ponen -con distintas gravedades- seriamente en duda.
En primer lugar, resulta claro que la extendida cultura del privilegio se choca de frente con cualquier ideario de igualdad. Las lógicas corporativas, nepotistas, el amiguismo y toda conducta arbitraria en la asignación de un bien del que depende la salud y la vida de millones de personas son vías de elusión de nuestras aspiraciones de justicia en la distribución de dosis.
Asignarlas en función de la cercanía personal o política con el funcionariado que las administra tiene problemas similares a la distribución por vía de mercado (en un caso se prioriza en función de la capacidad adquisitiva, en el otro en función de la capacidad de llegada a sectores de poder), con el agravante de que en este caso debe hacerse en forma clandestina y supone ponerse al margen de la ley.
Un sistema de privilegios en beneficio de un conjunto de figuras de la política, el empresariado y sus familiares, “acomodados” de sectores de poder, debe ser necesariamente repudiado por cualquiera que tenga un compromiso verdadero con un ideario de igualdad.
Paralelamente, aun sin mostrar la gravedad de una práctica de asignación que requirió que se corrompan funcionarios de jerarquía -como la que nos escandaliza en el nivel nacional-, en jurisdicciones como la Ciudad de Buenos Aires se ha implementado un mecanismo bastante particular para asignar vacunas: quienes quieran acceder a ellas deben competir contra otras personas -principalmente a través de internet- para obtener un turno, antes de que cada cupo se acabe.
Esta práctica tiene también un fuerte componente elitista, si se logra advertir que las chances de acceder a esos turnos son significativamente mayores para las clases medias y altas.
La forma en que fluye la información sobre la modalidad de inscripción, la muy marcada brecha digital existente, la posibilidad de contar con redes familiares de apoyo para realizar este tipo de trámites -especialmente para las personas mayores-, son variables determinantes que afectan especialmente a los sectores más pobres. La lógica de la competencia por un turno se parece a un “sálvese quien pueda” que resulta también incompatible con una política de vacunación con perspectiva igualitaria.
Un mecanismo de asignación de las vacunas basado en el principio de igualdad debe, entonces, evitar incurrir tanto en la lógica de privilegios como en la lógica de la competencia, si no se quieren profundizar las desigualdades existentes. Necesitamos, en cambio, implementar en forma urgente políticas y protocolos para la distribución de las vacunas, que sean completamente transparentes, no competitivos, con información clara y controlable por la ciudadanía, y con base en criterios preestablecidos, objetivos y sanitariamente aceptables de priorización, que privilegien sólo a quienes más las necesitan.
El escándalo público que se produjo a partir de los graves sucesos de los últimos días puede permitirnos ver más fácilmente el modo en que, aquí también, la desigualdad se hace sinónimo de la injusticia.
La corrupción distorsiona el accionar del funcionariado y lo aleja del interés colectivo. Exigir transparencia, acceso a la información y rendición de cuentas por parte de las personas a quienes nuestra comunidad asignó la responsabilidad de gestionar la cosa pública, no es un postulado de quienes se preocupan sólo por las formas, sino que debe ser sobre todo una reivindicación de aquellas y aquellos que peleamos por una Argentina de iguales.
*Sebastián Pilo es co-director de Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ).