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Puertas que se cierran, vidas que se destruyen

Por Celeste Fernández *

uertas cerradas. Pasillos desiertos. Cada tanto alguien que vaga con la mirada perdida. Un silencio que grita abandono. Esa es la imagen del manicomio. Quienes estamos afuera, lo justificamos: “no pueden vivir en sociedad”, “tienen que estar aislados”, decimos. Aunque estas palabras sonarían escandalizantes en otras situaciones, suelen pronunciarse con total naturalidad respecto de las personas con padecimientos mentales. Y es que se considera normal que los “locos” estén encerrados en neuropsiquiátricos. Aun cuando ello les impide vivir en libertad y construir proyectos de vida autónomos, esa realidad no se cuestiona. Sin embargo, existen formas alternativas de abordaje del padecimiento mental que no solo son posibles, sino también efectivas y respetuosas de los derechos humanos.

Luego de la Segunda Guerra Mundial, se inició a nivel internacional un pujante movimiento tendiente a sustituir el modelo asilar por un sistema de atención basado en la comunidad. En Argentina, la ley 26.657 plasmó normativamente ese cambio de paradigma. Tras definir la salud mental como un proceso determinado, no solo por componentes biológicos y psicológicos sino también históricos, socio-económicos y culturales, la norma obliga al Estado a reemplazar los manicomios por salas en hospitales generales (en donde pueden realizarse internaciones solo mientras la persona lo consienta o exista riesgo cierto e inminente para ella o para terceros) y por una red de dispositivos que promuevan la inclusión comunitaria.

La creación de estos servicios (casas de convivencia, atención domiciliaria supervisada, cooperativas de trabajo, centros de capacitación socio-laboral, entre otros) es una deuda pendiente del Estado. A ocho años de la sanción de la ley, estas personas -varias de ellas con alta médica- permanecen encerradas (y con frecuencia también inmovilizadas física y farmacológicamente, incomunicadas y sobremedicadas) por no conseguir espacios que les permitan rehabilitarse y sostener su proceso de inclusión social tras años -y en muchos casos, décadas- de institucionalización forzada.

Este incumplimiento, que no solo viola la ley 26.657 sino también tratados internacionales de derechos humanos, le valió al Estado una condena judicial en el marco de la causa “S.A.F c. Ministerio de Salud y otros s/amparo”. En 2015, la justicia no hizo más que reiterar lo que había dicho el Poder Legislativo hacía casi una década: deben crearse dispositivos comunitarios que permitan salir del manicomio. La sentencia no corrió -hasta el momento- mejor suerte que la ley. La salud mental sigue ocupando una posición marginal en la política pública, y estas personas continúan sujetas a un modo de vida y a una rutina rígida que no eligieron y que se prolonga contra sus voluntades.

La instalación de discursos sesgados sobre “la locura” contribuyó al arraigo de fuertes prejuicios en el imaginario colectivo. Suele pensarse que quienes tienen un diagnóstico en el campo de la salud mental no pueden vivir sin medicación y que son incapaces de tomar decisiones o de contener impulsos. El rechazo hacia todo aquello que no cumple con los estándares de “normalidad” socialmente aceptados ha legitimado y sostenido -y continúa haciéndolo- el encierro y el aislamiento, y -por lo tanto- la vulneración de derechos fundamentales.

En definitiva, el movimiento por la desmanicomialización es la lucha por la deconstrucción de una lógica iatrogénica, incapacitante, normalizadora y discriminatoria que despojó a millones de personas del control sobre sus vidas, arrasando con todos sus proyectos y deseos. El encierro no cura. Solo la vida en comunidad lo hace.

*La autora es Coordinadora del Área de Discapacidad y Derechos Humanos, de ACIJ