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Once por triplicado

Por Gustavo Maurino, Co-Director de ACIJ

Las 85 vidas de AMIA, las 51 de aquel tren y las 194 de Cromañón comparten entre sí mucho más que el barrio en el que nos han sido arrancadas.

Las une su dolorosa pertenencia al linaje de crímenes socialmente devastadores –por la magnitud de sus consecuencias en vidas perdidas–, esos que condicionan la identidad social, se proyectan más allá del círculo de las víctimas y nos afectan a todos los miembros de la comunidad tocada por la tragedia.

Como las catástrofes naturales, irrumpen y conmueven la vida colectiva, marcan a una generación y la condicionan hacia el futuro de acuerdo con el modo en que lidie con sus consecuencias. Pero, a diferencia de las catástrofes, estos crímenes demandan un tipo particular de reconstrucción que no es material sino institucional y moral.

Las respuestas virtuosas son las que consiguen articular la tríada de esclarecimiento de la verdad, consuelo y reparación moral a las víctimas y reconocimiento público de la responsabilidad de los perpetradores. Cuando la causa de los crímenes es una falla institucional –como en el caso de los dos últimos– resulta imprescindible también que nos aseguremos de que nunca más ocurra algo similar.

Sólo cuando estas condiciones se cumplen la reconstrucción cicatriza la tragedia, las instituciones restablecen la paz, fortalecen la conciencia moral colectiva y se supera el pasado. Desafortunadamente, nuestra joven democracia está todavía pobremente equipada para afrontar estos desafíos. Acaso las tres décadas lidiando con el horror de los crímenes de la dictadura sean el ejemplo más claro del arduo camino para la reconstrucción. Los tres crímenes de Once son, al mismo tiempo, una marca de vergüenza y una necesaria demanda de reconstrucción.

En todos ellos, diversas autoridades públicas han agravado la entidad de los crímenes.

En el atentado, por haber montado en el pasado una fachada judicial tendiente a ocultar la verdad y consumar la impunidad. En los otros dos casos, por haber montado y facilitado una estructura de ilegalidad y abuso económico, con total desinterés por los riesgos generados, que crearon las condiciones perfectas para los trágicos crímenes.

La sombra de la corrupción, la anomia, el abuso de poder, la falta de rendición de cuentas y la impunidad agrandan la dimensión vergonzante de estos hechos.

En los tres casos, también, familiares de las víctimas han hecho saber reiteradamente que no tienen consuelo, alivio ni acompañamiento público; que nuestras instituciones han fracasado en acudir a su encuentro y compartir su carga. En los tres casos sobrevuela la sospecha de impunidad de los máximos responsables. Las investigaciones judiciales, incluso las condenas, han fallado en generar confianza pública.

En las dos tragedias facilitadas por la corrupción y la desidia estatal, las autoridades no se han dignado aún a reconocer culpas y pedir disculpas. Tampoco hay razones para confiar en que estamos a salvo de la repetición de esa clase de hechos. En la causa AMIA, el acuerdo diplomático con Irán es una absoluta incógnita en relación con el avance de la verdad y la responsabilidad de los perpetradores. Sin claras ventajas estratégicas, aceptarlo o no implica básicamente un acto de fe en el Gobierno. Al día de hoy, los tres crímenes de Once nos señalan que no hemos hecho lo suficiente para la reconstrucción moral que demandan. Se requiere aún de las autoridades –en nuestro nombre– un compromiso permanente y no episódico; consistente y no zigzagueante; integral y no parcializado; sincero y no estratégico, con el consuelo, la verdad, la responsabilidad, y la garantía de que hechos de esa clase no ocurran nunca más.

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