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Frente a los desafíos de la igualdad (La Nación)

Una de las novedades más relevantes de la reforma constitucional de 1994 ha sido la reformulación de la promesa igualitaria que el Estado argentino asume con todos los habitantes. Por una parte, el nuevo principio de igualdad de oportunidades supera y reemplaza a la mera igualdad formal, y demanda un Estado activo en la adopción de políticas de acción afirmativa hacia los sectores más vulnerables; y por otro lado, la consagración de la protección antidiscriminatoria como derecho especialmente destinado al amparo de las personas y grupos que históricamente han padecido el prejuicio, la postergación social y la exclusión legal.

Pero la Constitución de 1994 no sólo ha sido generosa en las palabras: también ha provisto novedosos mecanismos y herramientas de exigibilidad judicial individuales y grupales para que estas nuevas promesas se hagan efectivas.

Desde entonces, el rol institucional de los tribunales en general –y de la Corte Suprema en particular– se ha visto sustancialmente modificado.

Los ejemplos abundan ya: en los últimos tiempos, la Corte Suprema ha resuelto numerosos casos en los que amparó a personas sin recursos para el acceso a bienes básicos como medicamentos, tratamientos médicos y prestaciones alimentarias, ordenó a Estados provinciales la adopción de reformas estructurales en hospitales públicos y servicios penitenciarios; declaró la inconstitucionalidad de normas que discriminaban sobre la base de la nacionalidad de las personas; reconoció el derecho de minorías sexuales de formar asociaciones para promover sus derechos e intereses, revisó la constitucionalidad de varias leyes de seguridad social (jubilaciones, riesgos del trabajo, etc.) para asegurar la especial protección constitucional debida a la tercera edad y a las personas con discapacidad.

Se trata de un rol novedoso para la Corte en nuestra práctica institucional, mucho más activo que el requerido en décadas anteriores, pero también irreemplazable para el funcionamiento democrático actual, en la medida en que nuevos derechos requieren su cumplimiento efectivo.

Debido a la clara dimensión de interés público que tiene este tipo de intervención judicial, la propia legitimidad del máximo tribunal se pone en juego en estos casos. Por ello, la manera en que la Corte asuma y ejecute esta exigente atribución constitucional definirá su autoridad pública como poder independiente del Estado. En este proceso resulta necesario el diálogo, pero también es inevitable la tensión con los demás poderes del Estado y la ciudadanía.

La articulación de este balance, de manera tal que la tensión sea contenida y el diálogo no resulte silenciado por los poderes políticos será un signo de notable avance constitucional, pues al mismo tiempo, nuestro experimento democrático juega una parte de su propia legitimidad en el desafío de honrar las nuevas promesas de derechos, y construir una genuina comunidad de iguales.

El autor es codirector de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ)
La Nación