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La Nación | ¿Cómo hacer para condenar a los corruptos?

Incentivos para denunciantes, Justicia y controles independientes, recuperación de activos: nuevas estrategias parecen necesarias en la Argentina, donde investigar el fraude en el Estado resulta casi imposible

Hay algunas cifras que lo dicen casi todo: entre 1983 y 2007 (último dato disponible) en el país se abrieron 750 causas por presuntos hechos de corrupción en la administración pública. Pero de ese total, sólo siete terminaron en sentencias, con apenas 10 condenados. Y hay más: las estimaciones de pérdidas para el Estado entre esos mismos años por causa de la corrupción ascienden a unos 13.000 millones de dólares, fondos que podrían haber sido utilizados en mejorar el sistema de salud, la educación o el transporte público. La corrupción, podría concluirse entonces, prácticamente no se castiga en el país, y representa un costo enorme para la sociedad.

En estos días, mientras todo el aparato del Estado K parece ocupado en despegar al vicepresidente, Amado Boudou, del escándalo Ciccone, la corrupción volvió a ocupar un lugar al tope de la lista de preocupaciones de los argentinos, según se desprende de la última encuesta de Poliarquía, que publicó La Nacion el domingo pasado. Otro sondeo, de la consultora CCR, va en el mismo sentido: la corrupción se ubica ahora como la segunda preocupación de la opinión pública, sólo detrás de la inseguridad.

La percepción social encaja con la mala nota que le da Transparencia Internacional a la Argentina, ubicada en el lugar 100 de su índice de corrupción, en un universo de 184 países. Según el último relevamiento de la ONG, Chile y Uruguay lideran el ranking de transparencia en América latina, mientras que Venezuela y Paraguay son percibidos como los “más corruptos”.

El actual juicio por las coimas en el Senado, el trhiller jurídico que estalló durante el gobierno de Fernando de la Rúa y que lleva diez años sin resolución, contribuye también a que la sociedad vuelva su mirada sobre este flagelo, una de las grandes deudas de la democracia. Y a que nos preguntemos cómo es posible que no haya formas efectivas de combatirlo. La Justicia aparece de inmediato como otra de las deudas impagas.

“Existe una ineficacia adiestrada de la Justicia, que no investiga ni sanciona la corrupción ni otros casos de criminalidad compleja -resume Manuel Garrido, actual diputado y ex fiscal de Investigaciones Administrativas-. Las causas hay que buscarlas en décadas de designaciones de jueces afines o manipuladas; una tradición de intercambios y contactos indebidos entre la Justicia y el poder político y la falta de decisión política para transformar la administración de Justicia”.

Garrido, que en 2009 debió renunciar a su cargo al frente de la fiscalía, describe un sistema de administración de justicia enfermo, cuyo cambio es, muchas veces, resistido por “las propias presiones de jueces que verían esfumarse su poder en caso de una reforma cada vez más imprescindible al haberse generado mafias que son la negación de la aspiración a una justicia democrática, igualitaria y eficaz”.

Por su parte, Elisa Carrió, quien hizo de la denuncia de la corrupción su emblema, señala: “Hay una responsabilidad de los jueces que no avanzan en las causas por corrupción que comprometen a funcionarios y poderosos. Esta semana tuvimos un ejemplo: hace alrededor de doce años que junto a Mario Cafiero denunciamos el megacanje y recién esta semana se pidió la captura internacional de David Mulford”.

Las cifras de la impunidad, como se señaló, no dejan espacio para la duda. El Centro de Investigación y Prevención de la Criminalidad Económica (Cipce) hizo el seguimiento de las 750 causas de corrupción en la administración pública abiertas entre 1983 y 2007 y, también, el cálculo de las pérdidas para el Estado. El estudio determinó, además, que en promedio las causas tardaron en llegar a algún tipo de resolución (en general, se resuelven por prescripción) entre 10 y 14 años.

En nuestro flaco ranking de transparencia, la Argentina sólo exhibe dos cucardas significativas en condenas a funcionarios por enriquecimiento ilíticito: el caso de María Julia Alsogaray y el del concejal Juan Manuel Pico, en 2000. Luego, hay condenas a mitad de camino (técnicamente se llaman “juicios abreviados”), como sucedió con el affaire IBM-Banco Nación, donde la Justicia ordenó la devolución del dinero, unos 20 millones de pesos, que aún no se produjo.

La última semana, un grupo de ONG, entre las que figuran Cipce y ACIJ, publicaron un informe sobre corrupción en la Argentina en el que tomaron un número más acotado de causas, aunque más actual. Pusieron la lupa sobre 21 casos, de los cuales sólo tres tuvieron sentencia.

Pregunta incómoda

Números que frustran y que fuerzan una pregunta incómoda, pero necesaria: ¿por qué (casi) ningún funcionario sospechado de corrupción va preso en la Argentina?

Un fiscal, que investigó un caso resonante del pasado lo explica así: “Es imposible en la Argentina perseguir a un funcionario mientras está en el poder porque todo el aparato del Estado lo protege, como sucede hoy con Boudou. En la Argentina es muy fácil ser abogado defensor de corruptos, y muy difícil ser fiscal”.

Quienes siguieron de cerca el caso de María Julia recuerdan que, una vez que el menemismo abandonó el poder, los fiscales, antes reticentes a investigar a la funcionaria, se peleaban por meterla presa, para sacar así “chapa” de independientes. Todo corrupto teme quedar en el llano.

Pero, entonces, ¿es sólo falta de voluntad política de gobiernos -éste incluido- que no tienen a la transparencia pública entre sus prioridades o existen causas más profundas?

A partir de la tragedia de Once, en el que murieron 51 personas, las ONG que trabajan en materia de transparencia vienen impulsando un planteo para que, así como el CELS representa a las víctimas del terrorismo de Estado en delitos de lesa humanidad, las organizaciones de la sociedad civil puedan presentarse como querellantes en la tragedia de los trenes, originada por fallas en los controles a los concesionarios del Estado y falta de inversión en calidad y seguridad del servicio.

La idea de fondo es que la corrupción, cuyas víctimas somos todos, también viola derechos humanos. Y se lleva vidas.

Sin controles

Para Laura Alonso, ex directora de Poder Ciudadano y diputada de Pro, uno de los problemas en la lucha contra la corrupción en la Argentina es el diseño institucional que tienen los organismos de control. “La Oficina Anticorrupción es hoy un organismo políticamente impotente. El Gobierno decidió que lo iba a castrar, y lo hizo.”

Alonso ofrece pruebas: “En los años del kirchenrismo, ¿qué funcionario denunció a otro por corrupto? ¿Por qué la OA no detectó ninguna irregularidad en la declaración jurada de Boudou? ¿No le hizo ruido a la AFIP cuando un monotributista clase B, como Alejandro Vandenbroele, se quedó con Ciccone Calcográfica? Es obvio que si el titular de la OA depende de un decreto a la Presidenta, sus chances de investigar la corrupción son mínimas”.

La falta de incentivos para que testigos, informantes o partícipes de actos de corrupción brinden información a la Justicia para llegar a la verdad (incentivos que, además, logran romper el pacto de silencio entre los delincuentes); las “chicanas legales” de los abogados defensores, habilitadas por el actual Código Procesal Penal, que deja espacio para dilatar las causas y “embarrar la cancha” hasta que prescriban e, incluso, la connivencia entre jueces, abogados defensores y fiscales que comparten la vida social, son mencionados por los expertos como las múltiples causas que confluyen en el fracaso de la lucha contra la corrupción.

La falta de incentivos a los partícipes, testigos o informantes enciende pasiones. Tanto entre los abogados como entre políticos y líderes de la sociedad civil. En su último informe, Transparencia Internacional le recomienda a la Argentina “introducir legislación para proteger a los denunciantes y otros testigos en casos de corrupción” (ver recuadro). Ocurre que en la Argentina existe una ley de protección de testigos, pero que no incluye la figura del “arrepentido” en los delitos de corrupción.

El penalista, consultor internacional y ex presidente de Poder Ciudadano Hugo Wortman Jofre es uno de los convencidos de que la lucha contra el crimen organizado debe centrarse en “la modificación del sistema de incentivos” porque, explica, en la situación actual al delincuente le conviene más seguir siéndolo. “Claramente encuentra más beneficios colaborando con la banda delicitiva que con la Justicia”.

Alonso le da la razón. Y el ejemplo que usa es Pontaquarto, la “garganta” de las coimas en el Senado: “La verdad es que a Pontaquarto ni el anonimato se le garantizó. Su vida fue más horrible después de haber cantado. Y diez años después, la Argentina no fue capaz de generar un mecanismo para la garganta que abre la boca. Para llegar a la verdad, es necesario que alguien hable”.

Muchos están convencidos de que, si existiera un mecanismo eficaz de recompensa y protección a testigos en casos de corrupción, habría “gargantas” también en el escándalo Ciccone. Hoy por hoy, sin embargo, en el hipotético caso de que Vandenbroele decidiera hablar, nadie lo protegería.

En esta búsqueda de nuevas herramientas de lucha, Carrió propone otra alternativa: elevar las penas para los delitos de corrupción. Y que no sean excarcelables: “Hemos propuesto la elevación a jerarquía constitucional los tratados anticorrupción y proyectos que elevan penas y los convierten en delitos no excarcelables a los que son contra la administración pública, esta propuesta se niegan a tratarla todos los partidos políticos”.

Las ONG que militan por la transparencia se centran en la modificación del Código Procesal Penal, el marco regulador de las reglas del juego a la hora de juzgar a un funcionario corrupto. “La idea es que los jueces dejen de tener el monopolio de la investigación y que sean los fiscales los encargados de investigar”, apunta el abogado Pedro Biscay, director de Cipce.

Garrido está de acuerdo: “Es una desgracia [el código vigente] y existe consenso entre los académicos y gran parte de los operadores sobre la necesidad de un cambio en esa dirección. Hay, además, buenos proyectos en el Congreso. El único obstáculo hoy es la Presidenta, que frena a sus propios legisladores, seguramente por las ocultas amenazas de algunos jueces que verían esfumarse su poder”.

Otro costado menos conocido lo da el director de ACIJ, Ezequiel Nino, y surge del último informe de la ONG. “Ocurre que en Tribunales todos se conocen; forman parte de la gran familia judicial y sucede que defensores, fiscales y jueces, enfrentados en un caso, juegan juntos partidos de fútbol, comparten cenas y otros eventos. Un caldo de cultivo para el arreglo de las causas”.

Otros modelos

En otros países existen modelos e innovaciones interesantes en materia de anticorrupción. Una vuelta de tuerca, por ejemplo, es la devolución de los activos -del dinero robado- sin la necesidad de que el corrupto vaya preso. Se trata de una negociación y, según Biscay, sirve para “impedir o limitar la reinversión del crimen económico en nuevas «oportunidades» delictivas”.

Días atrás, en Brasil se anunció un acuerdo con un ex senador acusado de desvíos de dinero público mediante el cual le serán reintegrados al Estado brasileño 234 millones de dólares. Esta idea del “recupero de activos” como estrategia frente a la complejidad de lograr el objetivo de máxima -la prisión para el acusado- toma el “modelo” del dictador Duvalier, en Haití. En este caso, Suiza, donde estaban los fondos, y Haití hicieron una negociación por la cual los fondos robados volvieron al país de origen y se utilizaron para fines sociales. En Perú, luego de la caída del régimen de Fujimori-Montesinos también hubo recuperación de activos.

Pero en la Argentina este tipo de esquemas parece más difícil de implementar porque, para que sea posible, la Justicia debe antes avanzar en el esclarecimiento de los casos, algo que, como vimos, no sucede.

Dos países de América latina, Chile y México, ofrecen modelos a tener en cuenta: en Chile hay un consejo de la transparencia, descentralizado e independiente (no depende del Presidente), compuesto por siete técnicos miembros de la sociedad civil, nombrados con acuerdo del senado y elegidos por audiencia publica. Son los encargados de requerir información a los organismos públicos y de denunciar a funcionarios del gobierno. México, por su parte, creó un instituto (el IFE) con una burocracia profesionalizada lo suficientemente independiente para avanzar en los casos de corrupción del poder de turno.

Sin embargo, como sucede en las políticas de salud, la prevención -que, en la “enfermedad” de la corrupción sería la promoción de la transparencia- está en generar niveles más altos de transparencia. Ejemplo: en una licitación compleja, el camino preventivo sería implementar consultas ciudadanas sobre cuánto se va a pagar, publicitar el procedimiento y llevar a la ciudadanía toda la información necesaria para decidir.

Pero en la Argentina sucede algo curioso. En un país con malas notas en la materia corrupción, este y todos los gobiernos parecen ignorar el tema. Como si, como pasa con la inflación, al no mencionar la corrupción “desapareciera” el problema.

 100º 

  • Es el puesto del país , entre 184 naciones, en un índice de percepción de la corrupción

  

  • Son los países de la región que sacan buena nota en ese índice: Chile, Uruguay y Puerto Rico

 750 

  • Son las causas de corrupción que se abrieron entre 1983 y 2007

  10 

  • Son los condenados, en siete sentencias, entre esos años, según un informe del Cipce

 13.000 

  • Millones de dólares le costó al Estado argentino el fraude de sus funcionarios desde 1983

 

La Nación