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Sobre el proceso iniciado al fiscal José María Campagnoli ante el Tribunal de Enjuiciamiento

Suspender, y eventualmente destituir, a un fiscal de la nación representa una decisión de suma trascendencia institucional que debe evaluarse con la mayor responsabilidad y cautela, a partir de criterios objetivos y generales aplicados por igual en equivalentes circunstancias.

Muchos de los eventuales desvíos cometidos por magistrados en el marco de procesos judiciales se resuelven por los propios remedios que prevén las normas procesales (vías recursivas, nulidades, planteos de competencia, recusaciones, etc). Una parte de ellos, por sus características o su gravedad, requieren además de procesos disciplinarios. Aquellos que resultan incompatibles con la continuidad en el cargo deben dar lugar a la destitución.

La práctica de recurrir a las medidas de suspensión y destitución en los procesos disciplinarios contra magistrados, se ha venido llevando adelante con carácter excesivamente excepcional. Concretamente, la escasísima cantidad de jueces/zas, fiscales y defensores/as destituidos por mal desempeño de sus funciones a lo largo de los años, parece explicarse más por las debilidades propias de los mecanismos de evaluación de dichas gestiones, que por el cumplimiento generalizado y constante por parte de dichos/as funcionarios/as de la misión que están llamados a cumplir.

En este contexto es que, más allá de cualquier valoración -positiva o negativa- que pueda hacerse respecto de la actuación del fiscal Campagnoli en el ejercicio de su cargo en general, así como en el marco de la causa que lo lleva al proceso disciplinario que debe atravesar en particular, resulta necesario llamar a la reflexión de todos los actores involucrados, para que dicho proceso no pueda ser interpretado como una reacción institucional desmesurada que tenga como efecto aplacar todo intento de activismo judicial en la persecución penal de la corrupción cometida por sectores vinculados al poder económico y/o político.

Para ello resulta imprescindible una evaluación equilibrada de las supuestas inconductas que se reprochan, la ponderación de una respuesta institucional proporcionada, y la aplicación de criterios uniformes en la totalidad de los casos con cuestionamientos semejantes.

En el contexto descripto, en el que estos procesos son excepcionales, es que la eventual decisión de destituir al fiscal por este caso -y, sobre todo, su posible suspensión mientras dure el proceso de enjuiciamiento-, parece desproporcionada y puede dar lugar a un mensaje institucional preocupante.

Este proceso, resulte como resulte, debe redundar en fiscales con mayores garantías y menores condicionamientos -y no al revés-, para investigar la corrupción estatal y privada cometida por quienes fueron poderosos en el pasado o por quienes lo son actualmente. De quienes lo tienen a su cargo depende.