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Control y Transparencia

Nota de opinión escrita por Ezequiel Nino, co director de ACIJ 

No aprendemos. Como ciudadanos no hemos logrado en todos estos años de democracia funcionante aprender a ejercer con responsabilidad, dedicación y creatividad el rol de control del Estado que nos corresponde como tales y el que nos beneficiaría asumir. Pasan las distintas administraciones públicas y seguimos sin encontrar ese lugar. Intentando ser optimista, quizá, para lograrlo se requiere aún más tiempo, más lecciones aprendidas y mayor conocimiento.

Un buen ejemplo de lo dicho lo constituyen las distintas modificaciones a las que, durante esta etapa democrática, han sido sometidos los servicios públicos, cada uno con manifiesta falta de transparencia en la implementación y gestión, defectos de control estatal y severos casos de corrupción.

A fines de los años ochenta, el discurso imperante promovía las privatizaciones de los servicios públicos con el argumento de que el Estado era ineficiente y que redundaban en una fuente inagotable de corrupción. Como usuarios y ciudadanos, creímos ese discurso y adherimos a esa crítica. Poco hicimos, en cambio, para controlar el proceso de privatización posterior al que ahora vemos como un proceso de descontrol y numerosos hechos de corrupción.

A su vez, los sistemas de servicios privatizados fueron diseñados con la inclusión de organismos autárquicos de control que se suponía iban a garantizar una adecuada prestación de los servicios, debida defensa de los derechos de los usuarios y la participación de éstos en las decisiones de estas nuevas instituciones. La propia reforma de la Constitución, sancionada durante esos años, previó un apartado que establece marcos regulatorios sancionados por ley y la necesaria participación de las asociaciones de consumidores y usuarios en los organismos de control. En la práctica, poco de ello sucedió. Los servicios públicos privatizados funcionaron con casi nula transparencia, organismos de control intervenidos por años, comisiones de usuarios con muy bajo nivel de influencia y –salvo algunas excepciones- sin leyes de marcos regulatorios.

Pasado ese período histórico, el paradigma se convirtió en una crítica tenaz a las privatizaciones y nuevamente nos pareció que los argumentos postulados eran muy convincentes. De esa manera, se llevaron adelante algunas estatizaciones (entre otros, en aguas, correos, aerolínea de bandera) y mecanismos de semiestatización (compañías privadas sin riesgo empresario por tener ganancias aseguradas a través de subsidios públicos). Sin embargo, nuevamente estamos frente a una situación de regulaciones sumamente imprecisas y ausencia de mecanismos institucionales de control. De hecho, AYSA y Aerolíneas Argentinas tienen formas jurídicas incomprensibles para los propios expertos en derecho administrativo y los funcionarios de las compañías aseguran que no se les aplican las reglas de la administración pública, como las que rigen las compras y contrataciones. En ambos lugares resulta muy difícil desentrañar los gastos en los que incurren. Además, a muchas de las empresas privadas que subsistieron no se le han renegociado los contratos (pese a la ley de emergencia económica que obliga a hacerlo) y, en consecuencia, existe muy poca transparencia sobre sus obligaciones.

Lo que estas experiencias parecen dejar claro es que, más allá de quien provea los servicios a la población y sus formas jurídicas que adopten, será muy difícil reducir la opacidad y corrupción que nuestro sistema viene sufriendo históricamente sin un compromiso ciudadano más firme para controlar a los funcionarios que manejan fondos públicos. Debido a la escasez de recursos con los que cuenta, la sociedad civil debería poner el foco en exigirle mejores resultados a los jueces, fiscales, auditorias y sindicaturas previstos para tales objetivos.

*Co Director de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ).

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